Por Roberto Bolaño - [ Índice ]
Para Paula Massot
Aquí estoy yo, Joanna Silvestri, de 37 años, actriz porno, postrada en la Clínica Los Trapecios de Nimes, viendo pasar las tardes y escuchando las historias de un detective chileno. ¿A quién busca este hombre? ¿A un fantasma? Yo de fantasmas sé mucho, le dije la segunda tarde, la última que vino a visitarme, y él compuso una sonrisa de rata vieja, rata vieja que asiente sin entusiasmo, rata vieja inverosímilmente educada. De todas maneras, gracias por las flores, gracias por las revistas, pero yo a la persona que usted busca ya casi no la recuerdo, le dije. No se esfuerce, dijo él, tengo tiempo. Cuando un hombre dice que tiene tiempo ya está atrapado (y entonces es intrascendente que tenga o no tenga tiempo) y con él se puede hacer lo que una quiera. Por supuesto, esto es falso. A veces me pongo a recordar a los hombres que he tenido a mis pies y cierro los ojos y cuando los abro las paredes de la habitación están pintadas con otros colores, no el blanco hueso que veo cada día, sino bermellón estriado, azul náusea, como los cuadros del pintor Attilio Corsini, una nulidad. Una nulidad de cuadros que una preferiría no recordar y que sin embargo recuerda y que empujan, como una lavativa, otros recuerdos, éstos más bien de color sepia, que hacen que las tardes tiemblen ligeramente, y que al principio son difíciles de soportar pero después hasta son entretenidos. Los hombres que he tenido a mis pies son pocos en realidad, dos o tres, y siempre acabaron a mis espaldas, pero ése es el destino universal. Y eso no se lo dije al detective chileno, aunque en ese momento era lo que estaba pensando y me hubiera gustado compartirlo con él, un hombre al que no conocía de nada. Y como para reparar esa falta de delicadeza le di trato de detective, tal vez mencioné la soledad y la inteligencia y aunque él se apresuró a decir no soy detective madame Silvestri, yo noté que le había gustado que se lo dijera, lo miré a los ojos cuando se lo dije y aunque aparentemente ni se inmutó yo noté el aleteo, como si un pájaro hubiera pasado por su cabeza. Y una cosa iba por otra: no dije lo que pensaba, dije algo que sabía le iba a agradar. Dije algo que sabía le iba a traer buenos recuerdos. Como si a mí ahora alguien, un desconocido preferiblemente, me hablara del Festival de Cine Pornográfico de Civitavecchia y de la Feria de Cine Erótico de Berlín, de la Exposición de Cine y Vídeo Pornográfico de Barcelona, y evocara mis éxitos, incluso mis éxitos inexistentes, o hablara de 1990, el mejor año de mi vida, cuando viajé a Los Ángeles, casi a la fuerza, un vuelo Milán-Los Ángeles que preveía agotador y que por el contrario pasó como un sueño, como el sueño que tuve en el avión, debió de ser cruzando el Atlántico, soñé que el avión se dirigía a Los Ángeles pero tomando la ruta de Oriente, con escalas en Turquía, la India, China, y desde el avión, que no sé por qué volaba a tan baja altura (sin que por ello en ningún momento los pasajeros corriéramos peligro), podía ver caravanas de trenes, pero caravanas realmente largas, un movimiento ferroviario enloquecido y sin embargo preciso, como un enorme reloj desplegado por esas tierras que no conozco (si exceptúo un viaje a la India en el 87 del que es mejor no acordarse), cargando y descargando gente y mercaderías, todo muy nítido, como si estuviera viendo una de esas películas de dibujos animados con las que los economistas explican el estado de las cosas, su nacimiento, su muerte, su movimiento inercial. Y cuando llegué a Los Ángeles en el aeropuerto me estaba esperando Robbie Pantoliano, el hermano de Adolfo Pantoliano, y fue no más ver a Robbie y darme cuenta de que era un caballero, todo lo contrario de su hermano Adolfo (que Dios lo tenga en la Gloria o en el Purgatorio, a nadie le deseo el Infierno), y en la salida me esperaba una limusina de esas que sólo se ven en Los Ángeles, ni siquiera en Nueva York, sólo en Beverly Hill o en el condado de Orange, y después me llevaron al apartamento que alquilaron para mí, una casita pequeña pero preciosa cerca de la playa, y Robbie y su secretario Ronnie se quedaron conmigo a ayudarme a deshacer las maletas (aunque yo les juré que prefería hacerlo sola) y a explicarme cómo funcionaba la casa, como si creyeran que yo no sabía lo que era un microondas, los americanos a veces son así, de tan amables llegan a ser maleducados, y luego me pusieron un vídeo para que viera a mis compañeros y compañeras, Shane Bogart, ya lo conocía de una película que filmé para el hermano de Robbie, Bull Edwards, a ése no lo conocía, Darth Krecick, me sonaba de algo, Jennifer Pullman, otra desconocida, y así, unos tres o cuatro más, y luego Robbie y Ronnie se fueron y me quedé sola y cerré las puertas con doble seguridad, tal como ellos insistieron que hiciese, y después me di un baño, me enfundé en una bata negra, busqué una película vieja en la tele, algo que me terminara de serenar y no sé en qué momento, sin levantarme del sofá, me quedé dormida. Al día siguiente comenzamos a rodar. Qué diferente era todo de como yo lo recordaba. En total hicimos cuatro películas en dos semanas, más o menos con el mismo equipo, y trabajar a las órdenes de Robbie Pantoliano era como jugar y trabajar al mismo tiempo, era como hacer una excursión al campo de esas que a veces organizan los burócratas o los empleados de oficina, sobre todo en Roma, una vez al año todos a comer al campo y a olvidar los problemas de la oficina, pero esto era mejor, el sol era mejor, los departamentos eran mejores, el mar, las amigas reencontradas, la atmósfera que se respiraba durante el rodaje, viciosa pero fresca, como debe ser, y con Shane Bogart y otra chica creo que lo comentamos, el cambio que se había producido, y yo al principio, claro, lo achaqué a la muerte de Adolfo Pantoliano, que era un macarrón y traficante de la peor especie, un tipo que no respetaba ni a sus pobres putas maltratadas, la desaparición de un mamón de esa especie por fuerza se tenía que notar, pero Shane Bogart dijo que no, que no era eso, la muerte de Pantoliano recibida con alegría hasta por su hermano necesariamente no explicaba el gran cambio que se estaba produciendo en la industria, afirmó, más bien era una mezcla de cosas en apariencia diversas, el dinero, dijo, la irrupción en el negocio de gentes provenientes de otros sectores, la enfermedad, la urgencia de ofrecer un producto diferente aunque igual, y entonces ellos se pusieron a hablar de dinero y del salto que muchas estrellas porno estaban dando por aquellos días al celuloide normal, pero yo ya no los escuchaba, me puse a pensar en lo que dijeron de la enfermedad y en Jack Holmes, el que había sido hasta hacía unos años la gran estrella porno de California, y cuando terminamos aquel día le dije a Robbie y a Ronnie que me gustaría saber algo de Jack Holmes, que si me podían conseguir su teléfono, que si aún vivía en Los Ángeles. Y aunque al principio a Robbie y a Ronnie les pareció una idea descabellada, al final me dieron el teléfono de Jack Holmes y me dijeron que lo llamara si ésa era mi voluntad, pero que no me hiciera demasiadas esperanzas de oír a alguien muy cuerdo al otro lado del hilo, que no me hiciera esperanzas de oír la vieja voz familiar. Y esa noche cené con Robbie y Ronnie y Sharon Grove que ahora hacía películas de terror y que incluso afirmaba que iba a estar en la próxima de Carpenter o Clive Barker, lo que provocó la ira de Ronnie que no permitía esa clase de comparaciones, con Carpenter sólo unos pocos se podían medir, y también estuvo en la cena Danny Lo Bello, con el que yo tuve una historia cuando trabajamos juntos en Milán, y Patricia Page, su mujer de dieciocho años que sólo aparecía en las películas de Danny y que por contrato sólo se dejaba penetrar por su marido, con los otros lo más que hacía era chuparles la polla, pero incluso eso como a disgusto, los directores tenían problemas con ella, según Robbie tarde o temprano iba a tener que replantearse la profesión o inventar junto con Danny números de auténtica dinamita. Y allí estaba yo, cenando en uno de los mejores restaurantes de Venice, contemplando el mar desde nuestra mesa, agotada tras un arduo día de trabajo y sin prestar demasiada atención a la animada conversación de mis compañeros, con la mente puesta en Jack Holmes o en las imágenes que guardaba de Jack Holmes, un tipo muy alto y flaco y con la nariz larga y los brazos largos y peludos como los de un simio, ¿pero qué clase de simio podía ser Jack?, un simio en cautiverio, eso sin el menor asomo de duda, un simio melancólico o tal vez el simio de la melancolía, que aunque parece lo mismo no es lo mismo, y cuando la cena terminó, a una hora en la que aún podía llamar a Jack a su casa sin problemas, las cenas en California comienzan pronto, a veces acaban antes de que anochezca, no pude aguantar más, no sé qué me pasó, le pedí a Robbie su teléfono inalámbrico y me retiré a una especie de mirador todo de madera, una especie de molo de madera en miniatura para uso exclusivo de turistas donde abajo rompían las olas, unas olas largas, pequeñitas, casi sin espuma y que tardaban una eternidad en deshacerse, y llamé a Jack Holmes. No esperaba encontrarlo, ésa es la verdad. Al principio no reconocí su voz, tal como había dicho Robbie, y él tampoco reconoció la mía. Soy yo, dije, Joanna Silvestri, estoy en Los Ángeles. Jack se quedó callado mucho rato y de repente me di cuenta de que estaba temblando, el teléfono temblaba, el mirador de madera temblaba, el viento de pronto era frío, el viento que pasaba por los pilares del mirador, el que erizaba la superficie de esas olas inacabables, cada vez más negras, y después Jack dijo cuánto tiempo, Joanna, me alegra oírte, y yo dije a mí también me alegra oírte, Jack, y entonces dejé de temblar y dejé de mirar hacia abajo, me puse a mirar el horizonte, las luces de los restaurantes de la playa, rojas, azules, amarillas, luces que a primera vista me parecieron tristes pero al mismo tiempo reconfortantes, y después Jack dijo cuándo podré verte, Joannie, y al principio yo no me di cuenta de que me había llamado Joannie, durante algunos segundos floté en el aire como drogada o como si estuviera tejiendo una crisálida a mi alrededor, pero luego sí me di cuenta y me reí y Jack supo de qué me reía sin necesidad de preguntar y sin necesidad de que yo le dijera nada. Cuando tú quieras, Jack, le contesté. Bueno, dijo él, no sé si sabes que ya no estoy tan en forma como antes. ¿Estás solo, Jack? Sí, dijo él, siempre estoy solo. Entonces yo colgué y les dije a Robbie y Ronnie que me indicaran cómo llegar a la casa de Jack y ellos dijeron que lo más probable era que me perdiera y que ni se me ocurriera pasar la noche allí pues mañana rodábamos a primera hora y que lo más probable era que ningún taxi me quisiera llevar, Jack vivía cerca de Monrovia, en un bungalow que se estaba viniendo abajo de viejo y descuidado, y yo les dije que pensaba ir esa noche costara lo que costara y Robbie me dijo coge mi Porsche, te lo dejo con la condición de que mañana estés a la hora convenida, y yo les di un beso a Robbie y a Ronnie y me subí al Porsche y comencé a recorrer las calles de Los Ángeles que en ese preciso momento comenzaban a caer bajo la noche, bajo el manto de la noche como en una canción de Nicola Di Bari, bajo las ruedas de la noche, y no quise poner música aunque Robbie tenía un equipo de CD digital o láser o de ultrasonidos francamente tentador, pero yo no necesitaba música, me bastaba con pisar el acelerador y sentir el ronroneo del coche, supongo que me perdí por lo menos una docena de veces, y pasaban las horas y cada vez que le preguntaba a alguien por la mejor manera de llegar a Monrovia me sentía más liberada, como si no me importara pasarme toda la noche en el Porsche, en dos ocasiones hasta me descubrí cantando, y por fin llegué hasta Pasadena y de ahí tomé la 210 hasta Monrovia y allí busqué durante otra hora la calle donde vivía Jack Holmes y cuando encontré su bungalow, pasada medianoche, estuve un rato en el coche sin poder ni querer salir, mirándome en el espejo, el pelo revuelto y la cara descompuesta, la pintura de los ojos corrida, la pintura de los labios, el polvo del camino pegado a los pómulos, como si hubiera llegado corriendo y no en el Porsche de Robbie Pantoliano, o como si hubiera llorado durante el camino, pero lo cierto es que mis ojos estaban secos (tal vez algo enrojecidos, pero secos) y que las manos no me temblaban y que tenía ganas de reírme, como si me hubieran puesto alguna droga en la comida en la playa, y sólo entonces me diera cuenta de que estaba drogada o extremadamente feliz y lo aceptara. Y después me bajé del coche, puse la alarma, el barrio no era de los que inspiran seguridad, y me encaminé hacia el bungalow, que era tal como me lo había descrito Robbie, una casa pequeña a la que le hacía falta una mano de pintura, un porche desvencijado, un montón de tablas a punto de derrumbarse, pero junto a las cuales había una piscina, una muy pequeña pero con el agua limpia, eso lo noté de inmediato pues la luz de la piscina estaba encendida, recuerdo que pensé por primera vez que Jack no me esperaba o se había dormido, en el interior de la casa no había ninguna luz, el suelo del porche crujió con mis pisadas, no había timbre, golpeé dos veces la puerta, la primera con los nudillos y después con la palma de la mano y entonces se encendió una luz, oí que alguien decía algo en el interior de la casa y luego la puerta se abrió y Jack apareció en el umbral, más alto que nunca, más flaco que nunca, y dijo ¿Joannie?, como si no me conociera o como si aún no estuviera despierto del todo, y yo dije sí, Jack, soy yo, me ha costado encontrarte pero al final te he encontrado y lo abracé. Esa noche hablamos hasta las tres de la mañana y durante la conversación Jack se quedó dormido por lo menos dos veces. Se le veía cansado y débil, aunque hacía esfuerzos por mantener los ojos abiertos. Finalmente no pudo más y dijo que se iba a acostar. No tengo habitación de huéspedes, Joannie, dijo, así que escoge: mi cama o el sofá. Tu cama, dije yo, contigo. Bien, dijo él, vamos allá. Cogió una botella de tequila y nos fuimos a su habitación. Creo que hacía años no veía un cuarto más desordenado. ¿Tienes un despertador?, le pregunté. No, Joannie, en esta casa no hay relojes, dijo. Después apagó la luz, se desnudó y se metió en la cama. Yo lo observaba, de pie, sin moverme. Después me dirigí a la ventana y abrí las cortinas, confiando en que la luz del amanecer me hiciera de despertador. Cuando me metí en la cama Jack parecía dormido, pero no lo estaba, aún bebió un trago más de tequila y luego dijo algo que no entendí. Pasé mi mano por su vientre y lo estuve acariciando hasta que se quedó dormido. Luego bajé un poco más y toqué su polla, grande y fría como una pitón. Unas horas después me desperté, me di una ducha, preparé el desayuno e incluso tuve tiempo de arreglar un poco la sala y la cocina. Desayunamos en la cama. Jack parecía contento de verme, pero sólo tomó café. Le dije que volvería aquella tarde, que me esperara, que esta vez llegaría pronto, y él dijo no tengo nada que hacer, Joannie, puedes venir cuando quieras. Me di cuenta de que aquello casi era como una invitación para que no volviera a aparecer por allí nunca más, pero decidí que Jack me necesitaba y que yo también lo necesitaba a él. ¿Con quién trabajas?, dijo. Con Shane Bogart, dije. Es un buen chico, dijo Jack. En una ocasión trabajamos juntos, creo que cuando él empezaba en el negocio, es un chico animoso, además no le gusta meterse en problemas. Sí, es un buen chico, dije yo. ¿Y en dónde estáis trabajando? ¿En Venice? Sí, dije, en la vieja casa de siempre. ¿Pero tú sabes que mataron al viejo Adolfo? Claro que lo sé, Jack, eso ocurrió hace años. No trabajo mucho últimamente, dijo. Luego le di un beso, un beso de colegiala en sus labios delgados y resecos, y me marché. Esta vez el viaje fue mucho más rápido, el sol de las mañanas de California, un sol que tiene algo de metálico en los bordes, corría conmigo. Y desde entonces, después de cada sesión de trabajo, me iba a casa de Jack o salíamos juntos, Jack tenía una vieja ranchera y yo alquilé un Alfa Romeo de dos plazas con el que solíamos alejarnos hasta las montañas, hasta Redlands y luego por la 10 hasta Palm Springs, Palm Desert, Indio, hasta llegar al Salton Sea, que es un lago y no un mar y además un lago más bien feo, en donde comíamos comida macrobiótica que era la comida que por entonces Jack consumía, decía que por su salud, y un día pisamos el acelerador de mi Alfa Romeo hasta Calipatria, al sureste del Salton Sea, y fuimos a visitar a un amigo de Jack que vivía en un bungalow aún en peores condiciones que el de Jack, un tipo llamado Graham Monroe pero al que Jack y su mujer llamaban Mezcalito, no sé por qué, tal vez por su afición al mezcal aunque lo único que bebieron mientras estuvimos allí fue cerveza (yo no porque la cerveza engorda), y después ellos tres estuvieron tomando baños de sol detrás del bungalow y bañándose con una manguera y yo me puse un bikini y los estuve mirando, yo prefiero no tomar demasiado sol, tengo la piel muy blanca y me gusta cuidarla, pero aunque me mantuviera en la sombra y no permitiera que me mojaran con la manguera me gustaba estar allí, mirando a Jack, mirando sus piernas que estaban mucho más delgadas de lo que yo recordaba, mirando su tórax que parecía habérsele hundido un poco más, sólo la polla era la misma, sólo los ojos eran los mismos, pero no, en realidad sólo la gran máquina taladradora como decían en la publicidad de sus películas, la verga que había destrozado el culo de Marilyn Chambers, era la misma, el resto, ojos incluidos, se estaba apagando a la misma velocidad con que mi Alfa Romeo recorría el valle de Aguanga o el Desert State Park iluminados por la luz de un domingo agonizante. Creo que hicimos el amor un par de veces. Jack había perdido el interés. Según él, después de tantas películas ahora estaba seco. Eres el primer hombre que me dice eso, le dije. Me gusta ver la tele, Joannie, y leer novelas de misterio. ¿De miedo? No, de misterio, dijo, de detectives, a ser posible aquellas en donde al final el héroe muere. No existen esas novelas, le dije. Claro que existen, hermanita, son novelas baratas y antiguas y se compran a peso. En realidad en su casa no vi libros, exceptuando un manual médico y tres de aquellas novelas baratas a las que Jack se refería y que al parecer releía una y otra vez. Una noche, tal vez la segunda que pasé en su casa, o la tercera, Jack era lento como un caracol en lo que respecta a las confidencias o las revelaciones, mientras bebíamos vino junto a la piscina me dijo que lo más probable era que se muriera pronto, ya sabes cómo es esto, Joannie, cuando ha llegado la hora es que ha llegado la hora. Tuve ganas de gritarle que me hiciera el amor, que nos casáramos, que tuviéramos un hijo o que adoptáramos a un huérfano, que compráramos una mascota y una caravana y que nos dedicáramos a viajar por California y por México, supongo que estaba un poco borracha y cansada, ese día seguramente el trabajo había sido agotador, pero no dije nada, sólo me removí inquieta en mi tumbona, contemplé el césped que yo misma había cortado, bebí más vino, esperé las siguientes palabras de Jack, las que por fuerza tenían que seguir, pero él no dijo nada más. Esa noche hicimos el amor por primera vez después de tanto tiempo. Costó mucho poner a Jack en marcha, su cuerpo ya no funcionaba, sólo funcionaba su voluntad, y pese a todo él insistió en ponerse un condón, un condón para la verga de Jack, como si un condón pudiera contenerla, pero al menos eso sirvió para que nos riéramos un rato, al final, ambos de lado, metió su larga y gruesa verga fláccida entre mis piernas, me abrazó dulcemente y se quedó dormido, yo aún tardé mucho rato en dormirme y por la cabeza me pasaron ideas de lo más raras, por momentos me sentía triste y lloraba sin hacer ruido, para no despertarlo, para no romper nuestro abrazo, por momentos me sentía feliz y también lloraba, hipando, sin la más mínima discreción, apretando entre mis muslos la polla de Jack y escuchando su respiración, diciéndole: Jack, sé que te estás haciendo el dormido, Jack, abre los ojos y bésame, pero Jack seguía durmiendo o fingiendo que dormía y yo seguía contemplando como en el cine las ideas que me pasaban por la cabeza, como un arado, como un tractor rojo a cien kilómetros por hora, muy rápidas, casi sin tiempo para reflexionar, si es que entonces hubiera deseado reflexionar, cosa que obviamente no entraba en mis planes, y por momentos ni lloraba ni me sentía triste o feliz, sólo me sentía viva y lo sentía vivo a él y aunque todo tenía un fondo como de teatro, como de farsa amable, inocente, incluso conveniente, yo sabía que aquello era verdadero, que valía la pena, y luego metí mi cabeza debajo de su cuello y me dormí. Un mediodía Jack apareció por el rodaje. Yo estaba a cuatro patas y mientras se lo chupaba a Bull Edwards, Shane Bogart me sodomizaba. Al principio no me di cuenta de que Jack había entrado en el plató, estaba concentrada en lo que hacía, no es fácil gemir con una polla de veinte centímetros entrando y saliendo de tu boca, algunas chicas muy fotogénicas se descomponen en cuanto hacen una mamada, se les ve horribles, demasiado entregadas acaso, a mí me gusta que mi rostro se vea bien. Bueno, yo estaba concentrada en el trabajo y además, debido a mi posición, no podía ver lo que ocurría alrededor, pero Bull y Shane, que estaban de rodillas pero con los torsos erguidos y las cabezas levantadas, sí que se dieron cuenta de que Jack acababa de entrar y las vergas se les endurecieron casi de inmediato, y no sólo Bull y Shane, el director, Randy Cash y Danny Lo Bello y su mujer y Robbie y Ronnie y los electricistas y todo el mundo, creo yo, menos el cámara, que se llamaba Jacinto Ventura y era un chico muy alegre y muy profesional y que además literalmente no podía quitarle el ojo a la escena que estuviera filmando, todos, digo, expresaron de alguna manera la presencia inesperada de Jack y se hizo entonces el silencio sobre el plató, no un silencio pesado, no un silencio de esos que presagian malas noticias, sino un silencio luminoso, si puedo llamarlo así, un silencio de agua que cae en cámara lenta, y yo sentí ese silencio y pensé debe de ser por lo bien que me siento, por lo buenos que son estos días en California, pero también sentí algo más, algo indescifrable que se acercaba precedido por los golpes rítmicos de las caderas de Shane sobre mis nalgas, por los suaves embites de Bull sobre mis labios, y entonces supe que ocurría algo en el plató, pero no levanté la mirada, y supe también que ocurría algo que me comprendía y afectaba únicamente a mí, como si la realidad se hubiera trizado, una trizadura de un extremo a otro, similar a la cicatriz que queda después de ciertas operaciones, desde el cuello hasta la ingle, una cicatriz gruesa, rugosa, dura, pero me aguanté y seguí actuando hasta que Shane sacó su verga de mi culo y se corrió sobre mis nalgas y hasta que Bull poco después lo siguió y eyaculó en mi cara. Entonces me voltearon y quedé boca arriba y pude ver sus rostros, extremadamente concentrados en lo que hacían, mucho más que de costumbre, y mientras me acariciaban y decían palabras cariñosas yo pensé aquí pasa algo, seguro que en el plató hay alguien de la industria, un pez gordo de Hollywood, y Bull y Shane se han dado cuenta y están actuando para él, y recuerdo que miré de reojo las siluetas que nos rodeaban en la zona de sombras, todas quietas, todas petrificadas, eso fue exactamente lo que pensé: se han quedado petrificados, debe de ser un productor verdaderamente importante, pero seguí sin inmutarme, yo, al contrario que Bull y Shane, no tenía ambiciones al respecto, supongo que es algo inherente al hecho de ser europea, los europeos vemos esto de otra manera, pero también pensé: puede que no sea un productor, puede que haya entrado un ángel en el plató, y justo entonces lo vi. Jack estaba junto a Ronnie y me sonreía. Y entonces vi a los demás, a Robbie, a los electricistas, a Danny Lo Bello y su mujer, a Jennifer Pullman, a Margo Killer, a Samantha Edge, a dos tipos vestidos con trajes oscuros, a Jacinto Ventura que no tenía la cabeza metida en la cámara y sólo entonces me di cuenta de que ya no estaban filmando, pero durante un segundo o un minuto todos permanecimos estáticos, como si hubiéramos perdido el habla y la capacidad de movernos, y el único que sonreía (pero tampoco hablaba) era Jack, y con su presencia parecía santificar el plató, o eso pensé después, mucho después, cuando volví una y otra vez sobre esta escena, parecía santificar nuestra película y nuestro trabajo y nuestras vidas. Después el minuto llegó a su fin, comenzó otro minuto, alguien dijo que había quedado perfecto, alguien trajo batas para Bull, para Shane, para mí, Jack se acercó y me dio un beso, las siguientes escenas de aquel día no me concernían, le dije que nos marcháramos a cenar a algún restaurante italiano, me habían hablado de uno en Figueroa Street, Robbie nos invitó a la fiesta que daba en su casa uno de sus nuevos socios, Jack parecía renuente pero finalmente lo convencí. Así que nos fuimos para mi casa en el Alfa Romeo y estuvimos conversando y bebiendo whisky un rato y después nos fuimos a cenar y a eso de las once de la noche nos presentamos en la fiesta de los socios de Robbie. Todo el mundo estaba allí, todo el mundo conocía a Jack o quería conocerlo y se acercaba a él. Y después Jack y yo nos fuimos a su casa y nos estuvimos besando en la sala, mientras veíamos la tele, una película muda, hasta quedarnos dormidos. Ya no volvió a aparecer por el plató. Aún trabajé durante otra semana, aunque ya tenía decidido quedarme un tiempo más en Los Ángeles cuando acabara el rodaje. Por supuesto, tenía compromisos en Italia, en Francia, pero pensé que los podía dilatar o que antes de irme podía convencer a Jack para que se viniera conmigo, él había estado varias veces en Italia, hizo algunas películas con Cicciolina que tuvieron mucho éxito, algunas conmigo, alguna con las dos, a Jack le gustaba Italia, una noche se lo dije. Pero tuve que desechar esa idea, me la tuve que arrancar de la cabeza, del corazón, me tuve que extirpar esa idea o esa esperanza del coño, como dicen las napolitanas de Torre del Greco, y aunque nunca me di por vencida, de alguna manera que no me puedo explicar comprendí las razones de Jack, las sinrazones de Jack, el silencio luminoso y fresco, lentísimo, que lo envolvía a él y envolvía sus pocas palabras, como si su figura alta y flaca se estuviera desvaneciendo, y con ella toda California, y pese a que lo que yo hasta hacía poco consideraba mi felicidad, mi alegría, se iba, comprendí también que esa marcha o esa despedida era una forma de solidificación, una forma extraña, sesgada, casi secreta de solidificación, pero solidificación al fin y al cabo, y esa certeza, si así puedo llamarla, me hacía feliz y al mismo tiempo me hacía llorar, me hacía maquillarme los ojos a cada rato y me hacía ver cada cosa con otros ojos, como si tuviera rayos X, y ese poder o superpoder me ponía nerviosa, pero también me gustaba, era como ser Marvilla, la hija de la reina de las amazonas, aunque Marvilla tenía el pelo negro y el mío es rubio, y una tarde, en el patio de Jack, vi algo en el horizonte, no sé qué, las nubes, algún pájaro, un avión, y sentí tanto dolor que me desmayé y perdí el control de la vejiga y cuando desperté estaba en los brazos de Jack y entonces miré sus ojos grises y me puse a llorar y no paré de llorar en mucho tiempo. Al aeropuerto fueron a despedirme Robbie y Ronnie y Danny Lo Bello y su mujer, que planeaban visitar Italia dentro de unos meses. A Jack le dije adiós en su bungalow de Monrovia. No te levantes, le dije, pero él se levantó y me acompañó hasta la puerta. Sé buena chica, Joannie, dijo, escríbeme alguna vez. Te llamaré por teléfono, dije yo, el mundo no se acaba. Estaba nervioso y olvidó ponerse la camisa. Yo no le dije nada, cogí mi maleta y la puse en el asiento del copiloto del Alfa Romeo. Cuando me volví para verlo por última vez no sé por qué pensé que ya no estaría allí, que el espacio que Jack ocupaba junto al pequeño portón de madera desvencijada estaría vacío, y prolongué ese momento por miedo, era la primera vez que sentía miedo en Los Ángeles, al menos era la primera vez que sentía miedo en aquella estancia, en otras el miedo y el hastío no escasearon, pero en aquellos días no, y me dio rabia sentir miedo y no quise volverme hasta no haber abierto la puerta del Alfa Romeo y estar dispuesta a meterme dentro y salir disparada, y cuando por fin abrí la puerta me volví y Jack estaba allí, junto a su puerta, mirándome, y entonces supe que todo estaba bien, que podía partir. Que todo estaba mal, que podía partir. Que todo era una pena, que podía partir. Y mientras el detective me observa de reojo (él hace como que mira los pies de la cama, pero yo sé que mira mis piernas, mis largas piernas debajo de las sábanas) y habla de un fotógrafo que trabajó con Mancuso y Marcantonio, un tal R. P. English, el segundo cámara del pobre Marcantonio, yo sé que de alguna manera aún estoy en California, en mi último viaje a California, aunque entonces eso aún no lo sabía, y que Jack aún está vivo y contempla el cielo sentado en el borde de su piscina, con los pies colgando dentro del agua o dentro de la nada, la síntesis brumosa de nuestro amor y de nuestra separación. ¿Y qué hizo el tal English?, le digo al detective. Él prefiere no contestarme, pero ante la fijeza de mi mirada dice: barbaridades, y luego mira el suelo, como si pronunciar esa palabra estuviera prohibido en la Clínica Los Trapecios, de Nîmes, como si yo no hubiera sabido de suficientes barbaridades a lo largo de mi vida. Y llegado a este punto yo podría preguntar más cosas, pero para qué, la tarde es demasiado hermosa para obligar a un hombre a contar una historia que seguramente será triste. Y además la foto que me enseña del presunto English es vieja y borrosa, allí hay un joven de veintipocos años, y el English que yo recuerdo es un tipo bastante entrado en la treintena, tal vez de más de cuarenta, una sombra definida, valga la paradoja, una sombra derrotada a la que no presté demasiada atención, aunque sus rasgos quedaron en mi memoria, los ojos azules, los pómulos pronunciados, los labios llenos, las orejas pequeñas. Sin embargo describirlo de esta manera es falsearlo. Conocí a R. P. English en alguno de mis múltiples rodajes por las tierras de Italia, pero su rostro ya hace mucho se instaló en la zona de las sombras. Y el detective me dice está bien, conforme, tómese su tiempo, madame Silvestri, por lo menos lo recuerda, eso ya es algo para mí, ciertamente no es un fantasma. Y entonces estoy tentada de decirle que todos somos fantasmas, que todos hemos entrado demasiado pronto en las películas de los fantasmas, pero este hombre es bueno y no quiero hacerle daño y por lo tanto me quedo callada. Además, quién me asegura a mí que él no lo sabe.
Acerca del autor.
Roberto Bolaño (Santiago, 28 de abril de 1953 – Barcelona, 15 de julio de 2003) fue un escritor y poeta chileno, cuya novela Los detectives salvajes ganó los premios Herralde 1998 y Rómulo Gallegos 1999.
Para Paula Massot
Aquí estoy yo, Joanna Silvestri, de 37 años, actriz porno, postrada en la Clínica Los Trapecios de Nimes, viendo pasar las tardes y escuchando las historias de un detective chileno. ¿A quién busca este hombre? ¿A un fantasma? Yo de fantasmas sé mucho, le dije la segunda tarde, la última que vino a visitarme, y él compuso una sonrisa de rata vieja, rata vieja que asiente sin entusiasmo, rata vieja inverosímilmente educada. De todas maneras, gracias por las flores, gracias por las revistas, pero yo a la persona que usted busca ya casi no la recuerdo, le dije. No se esfuerce, dijo él, tengo tiempo. Cuando un hombre dice que tiene tiempo ya está atrapado (y entonces es intrascendente que tenga o no tenga tiempo) y con él se puede hacer lo que una quiera. Por supuesto, esto es falso. A veces me pongo a recordar a los hombres que he tenido a mis pies y cierro los ojos y cuando los abro las paredes de la habitación están pintadas con otros colores, no el blanco hueso que veo cada día, sino bermellón estriado, azul náusea, como los cuadros del pintor Attilio Corsini, una nulidad. Una nulidad de cuadros que una preferiría no recordar y que sin embargo recuerda y que empujan, como una lavativa, otros recuerdos, éstos más bien de color sepia, que hacen que las tardes tiemblen ligeramente, y que al principio son difíciles de soportar pero después hasta son entretenidos. Los hombres que he tenido a mis pies son pocos en realidad, dos o tres, y siempre acabaron a mis espaldas, pero ése es el destino universal. Y eso no se lo dije al detective chileno, aunque en ese momento era lo que estaba pensando y me hubiera gustado compartirlo con él, un hombre al que no conocía de nada. Y como para reparar esa falta de delicadeza le di trato de detective, tal vez mencioné la soledad y la inteligencia y aunque él se apresuró a decir no soy detective madame Silvestri, yo noté que le había gustado que se lo dijera, lo miré a los ojos cuando se lo dije y aunque aparentemente ni se inmutó yo noté el aleteo, como si un pájaro hubiera pasado por su cabeza. Y una cosa iba por otra: no dije lo que pensaba, dije algo que sabía le iba a agradar. Dije algo que sabía le iba a traer buenos recuerdos. Como si a mí ahora alguien, un desconocido preferiblemente, me hablara del Festival de Cine Pornográfico de Civitavecchia y de la Feria de Cine Erótico de Berlín, de la Exposición de Cine y Vídeo Pornográfico de Barcelona, y evocara mis éxitos, incluso mis éxitos inexistentes, o hablara de 1990, el mejor año de mi vida, cuando viajé a Los Ángeles, casi a la fuerza, un vuelo Milán-Los Ángeles que preveía agotador y que por el contrario pasó como un sueño, como el sueño que tuve en el avión, debió de ser cruzando el Atlántico, soñé que el avión se dirigía a Los Ángeles pero tomando la ruta de Oriente, con escalas en Turquía, la India, China, y desde el avión, que no sé por qué volaba a tan baja altura (sin que por ello en ningún momento los pasajeros corriéramos peligro), podía ver caravanas de trenes, pero caravanas realmente largas, un movimiento ferroviario enloquecido y sin embargo preciso, como un enorme reloj desplegado por esas tierras que no conozco (si exceptúo un viaje a la India en el 87 del que es mejor no acordarse), cargando y descargando gente y mercaderías, todo muy nítido, como si estuviera viendo una de esas películas de dibujos animados con las que los economistas explican el estado de las cosas, su nacimiento, su muerte, su movimiento inercial. Y cuando llegué a Los Ángeles en el aeropuerto me estaba esperando Robbie Pantoliano, el hermano de Adolfo Pantoliano, y fue no más ver a Robbie y darme cuenta de que era un caballero, todo lo contrario de su hermano Adolfo (que Dios lo tenga en la Gloria o en el Purgatorio, a nadie le deseo el Infierno), y en la salida me esperaba una limusina de esas que sólo se ven en Los Ángeles, ni siquiera en Nueva York, sólo en Beverly Hill o en el condado de Orange, y después me llevaron al apartamento que alquilaron para mí, una casita pequeña pero preciosa cerca de la playa, y Robbie y su secretario Ronnie se quedaron conmigo a ayudarme a deshacer las maletas (aunque yo les juré que prefería hacerlo sola) y a explicarme cómo funcionaba la casa, como si creyeran que yo no sabía lo que era un microondas, los americanos a veces son así, de tan amables llegan a ser maleducados, y luego me pusieron un vídeo para que viera a mis compañeros y compañeras, Shane Bogart, ya lo conocía de una película que filmé para el hermano de Robbie, Bull Edwards, a ése no lo conocía, Darth Krecick, me sonaba de algo, Jennifer Pullman, otra desconocida, y así, unos tres o cuatro más, y luego Robbie y Ronnie se fueron y me quedé sola y cerré las puertas con doble seguridad, tal como ellos insistieron que hiciese, y después me di un baño, me enfundé en una bata negra, busqué una película vieja en la tele, algo que me terminara de serenar y no sé en qué momento, sin levantarme del sofá, me quedé dormida. Al día siguiente comenzamos a rodar. Qué diferente era todo de como yo lo recordaba. En total hicimos cuatro películas en dos semanas, más o menos con el mismo equipo, y trabajar a las órdenes de Robbie Pantoliano era como jugar y trabajar al mismo tiempo, era como hacer una excursión al campo de esas que a veces organizan los burócratas o los empleados de oficina, sobre todo en Roma, una vez al año todos a comer al campo y a olvidar los problemas de la oficina, pero esto era mejor, el sol era mejor, los departamentos eran mejores, el mar, las amigas reencontradas, la atmósfera que se respiraba durante el rodaje, viciosa pero fresca, como debe ser, y con Shane Bogart y otra chica creo que lo comentamos, el cambio que se había producido, y yo al principio, claro, lo achaqué a la muerte de Adolfo Pantoliano, que era un macarrón y traficante de la peor especie, un tipo que no respetaba ni a sus pobres putas maltratadas, la desaparición de un mamón de esa especie por fuerza se tenía que notar, pero Shane Bogart dijo que no, que no era eso, la muerte de Pantoliano recibida con alegría hasta por su hermano necesariamente no explicaba el gran cambio que se estaba produciendo en la industria, afirmó, más bien era una mezcla de cosas en apariencia diversas, el dinero, dijo, la irrupción en el negocio de gentes provenientes de otros sectores, la enfermedad, la urgencia de ofrecer un producto diferente aunque igual, y entonces ellos se pusieron a hablar de dinero y del salto que muchas estrellas porno estaban dando por aquellos días al celuloide normal, pero yo ya no los escuchaba, me puse a pensar en lo que dijeron de la enfermedad y en Jack Holmes, el que había sido hasta hacía unos años la gran estrella porno de California, y cuando terminamos aquel día le dije a Robbie y a Ronnie que me gustaría saber algo de Jack Holmes, que si me podían conseguir su teléfono, que si aún vivía en Los Ángeles. Y aunque al principio a Robbie y a Ronnie les pareció una idea descabellada, al final me dieron el teléfono de Jack Holmes y me dijeron que lo llamara si ésa era mi voluntad, pero que no me hiciera demasiadas esperanzas de oír a alguien muy cuerdo al otro lado del hilo, que no me hiciera esperanzas de oír la vieja voz familiar. Y esa noche cené con Robbie y Ronnie y Sharon Grove que ahora hacía películas de terror y que incluso afirmaba que iba a estar en la próxima de Carpenter o Clive Barker, lo que provocó la ira de Ronnie que no permitía esa clase de comparaciones, con Carpenter sólo unos pocos se podían medir, y también estuvo en la cena Danny Lo Bello, con el que yo tuve una historia cuando trabajamos juntos en Milán, y Patricia Page, su mujer de dieciocho años que sólo aparecía en las películas de Danny y que por contrato sólo se dejaba penetrar por su marido, con los otros lo más que hacía era chuparles la polla, pero incluso eso como a disgusto, los directores tenían problemas con ella, según Robbie tarde o temprano iba a tener que replantearse la profesión o inventar junto con Danny números de auténtica dinamita. Y allí estaba yo, cenando en uno de los mejores restaurantes de Venice, contemplando el mar desde nuestra mesa, agotada tras un arduo día de trabajo y sin prestar demasiada atención a la animada conversación de mis compañeros, con la mente puesta en Jack Holmes o en las imágenes que guardaba de Jack Holmes, un tipo muy alto y flaco y con la nariz larga y los brazos largos y peludos como los de un simio, ¿pero qué clase de simio podía ser Jack?, un simio en cautiverio, eso sin el menor asomo de duda, un simio melancólico o tal vez el simio de la melancolía, que aunque parece lo mismo no es lo mismo, y cuando la cena terminó, a una hora en la que aún podía llamar a Jack a su casa sin problemas, las cenas en California comienzan pronto, a veces acaban antes de que anochezca, no pude aguantar más, no sé qué me pasó, le pedí a Robbie su teléfono inalámbrico y me retiré a una especie de mirador todo de madera, una especie de molo de madera en miniatura para uso exclusivo de turistas donde abajo rompían las olas, unas olas largas, pequeñitas, casi sin espuma y que tardaban una eternidad en deshacerse, y llamé a Jack Holmes. No esperaba encontrarlo, ésa es la verdad. Al principio no reconocí su voz, tal como había dicho Robbie, y él tampoco reconoció la mía. Soy yo, dije, Joanna Silvestri, estoy en Los Ángeles. Jack se quedó callado mucho rato y de repente me di cuenta de que estaba temblando, el teléfono temblaba, el mirador de madera temblaba, el viento de pronto era frío, el viento que pasaba por los pilares del mirador, el que erizaba la superficie de esas olas inacabables, cada vez más negras, y después Jack dijo cuánto tiempo, Joanna, me alegra oírte, y yo dije a mí también me alegra oírte, Jack, y entonces dejé de temblar y dejé de mirar hacia abajo, me puse a mirar el horizonte, las luces de los restaurantes de la playa, rojas, azules, amarillas, luces que a primera vista me parecieron tristes pero al mismo tiempo reconfortantes, y después Jack dijo cuándo podré verte, Joannie, y al principio yo no me di cuenta de que me había llamado Joannie, durante algunos segundos floté en el aire como drogada o como si estuviera tejiendo una crisálida a mi alrededor, pero luego sí me di cuenta y me reí y Jack supo de qué me reía sin necesidad de preguntar y sin necesidad de que yo le dijera nada. Cuando tú quieras, Jack, le contesté. Bueno, dijo él, no sé si sabes que ya no estoy tan en forma como antes. ¿Estás solo, Jack? Sí, dijo él, siempre estoy solo. Entonces yo colgué y les dije a Robbie y Ronnie que me indicaran cómo llegar a la casa de Jack y ellos dijeron que lo más probable era que me perdiera y que ni se me ocurriera pasar la noche allí pues mañana rodábamos a primera hora y que lo más probable era que ningún taxi me quisiera llevar, Jack vivía cerca de Monrovia, en un bungalow que se estaba viniendo abajo de viejo y descuidado, y yo les dije que pensaba ir esa noche costara lo que costara y Robbie me dijo coge mi Porsche, te lo dejo con la condición de que mañana estés a la hora convenida, y yo les di un beso a Robbie y a Ronnie y me subí al Porsche y comencé a recorrer las calles de Los Ángeles que en ese preciso momento comenzaban a caer bajo la noche, bajo el manto de la noche como en una canción de Nicola Di Bari, bajo las ruedas de la noche, y no quise poner música aunque Robbie tenía un equipo de CD digital o láser o de ultrasonidos francamente tentador, pero yo no necesitaba música, me bastaba con pisar el acelerador y sentir el ronroneo del coche, supongo que me perdí por lo menos una docena de veces, y pasaban las horas y cada vez que le preguntaba a alguien por la mejor manera de llegar a Monrovia me sentía más liberada, como si no me importara pasarme toda la noche en el Porsche, en dos ocasiones hasta me descubrí cantando, y por fin llegué hasta Pasadena y de ahí tomé la 210 hasta Monrovia y allí busqué durante otra hora la calle donde vivía Jack Holmes y cuando encontré su bungalow, pasada medianoche, estuve un rato en el coche sin poder ni querer salir, mirándome en el espejo, el pelo revuelto y la cara descompuesta, la pintura de los ojos corrida, la pintura de los labios, el polvo del camino pegado a los pómulos, como si hubiera llegado corriendo y no en el Porsche de Robbie Pantoliano, o como si hubiera llorado durante el camino, pero lo cierto es que mis ojos estaban secos (tal vez algo enrojecidos, pero secos) y que las manos no me temblaban y que tenía ganas de reírme, como si me hubieran puesto alguna droga en la comida en la playa, y sólo entonces me diera cuenta de que estaba drogada o extremadamente feliz y lo aceptara. Y después me bajé del coche, puse la alarma, el barrio no era de los que inspiran seguridad, y me encaminé hacia el bungalow, que era tal como me lo había descrito Robbie, una casa pequeña a la que le hacía falta una mano de pintura, un porche desvencijado, un montón de tablas a punto de derrumbarse, pero junto a las cuales había una piscina, una muy pequeña pero con el agua limpia, eso lo noté de inmediato pues la luz de la piscina estaba encendida, recuerdo que pensé por primera vez que Jack no me esperaba o se había dormido, en el interior de la casa no había ninguna luz, el suelo del porche crujió con mis pisadas, no había timbre, golpeé dos veces la puerta, la primera con los nudillos y después con la palma de la mano y entonces se encendió una luz, oí que alguien decía algo en el interior de la casa y luego la puerta se abrió y Jack apareció en el umbral, más alto que nunca, más flaco que nunca, y dijo ¿Joannie?, como si no me conociera o como si aún no estuviera despierto del todo, y yo dije sí, Jack, soy yo, me ha costado encontrarte pero al final te he encontrado y lo abracé. Esa noche hablamos hasta las tres de la mañana y durante la conversación Jack se quedó dormido por lo menos dos veces. Se le veía cansado y débil, aunque hacía esfuerzos por mantener los ojos abiertos. Finalmente no pudo más y dijo que se iba a acostar. No tengo habitación de huéspedes, Joannie, dijo, así que escoge: mi cama o el sofá. Tu cama, dije yo, contigo. Bien, dijo él, vamos allá. Cogió una botella de tequila y nos fuimos a su habitación. Creo que hacía años no veía un cuarto más desordenado. ¿Tienes un despertador?, le pregunté. No, Joannie, en esta casa no hay relojes, dijo. Después apagó la luz, se desnudó y se metió en la cama. Yo lo observaba, de pie, sin moverme. Después me dirigí a la ventana y abrí las cortinas, confiando en que la luz del amanecer me hiciera de despertador. Cuando me metí en la cama Jack parecía dormido, pero no lo estaba, aún bebió un trago más de tequila y luego dijo algo que no entendí. Pasé mi mano por su vientre y lo estuve acariciando hasta que se quedó dormido. Luego bajé un poco más y toqué su polla, grande y fría como una pitón. Unas horas después me desperté, me di una ducha, preparé el desayuno e incluso tuve tiempo de arreglar un poco la sala y la cocina. Desayunamos en la cama. Jack parecía contento de verme, pero sólo tomó café. Le dije que volvería aquella tarde, que me esperara, que esta vez llegaría pronto, y él dijo no tengo nada que hacer, Joannie, puedes venir cuando quieras. Me di cuenta de que aquello casi era como una invitación para que no volviera a aparecer por allí nunca más, pero decidí que Jack me necesitaba y que yo también lo necesitaba a él. ¿Con quién trabajas?, dijo. Con Shane Bogart, dije. Es un buen chico, dijo Jack. En una ocasión trabajamos juntos, creo que cuando él empezaba en el negocio, es un chico animoso, además no le gusta meterse en problemas. Sí, es un buen chico, dije yo. ¿Y en dónde estáis trabajando? ¿En Venice? Sí, dije, en la vieja casa de siempre. ¿Pero tú sabes que mataron al viejo Adolfo? Claro que lo sé, Jack, eso ocurrió hace años. No trabajo mucho últimamente, dijo. Luego le di un beso, un beso de colegiala en sus labios delgados y resecos, y me marché. Esta vez el viaje fue mucho más rápido, el sol de las mañanas de California, un sol que tiene algo de metálico en los bordes, corría conmigo. Y desde entonces, después de cada sesión de trabajo, me iba a casa de Jack o salíamos juntos, Jack tenía una vieja ranchera y yo alquilé un Alfa Romeo de dos plazas con el que solíamos alejarnos hasta las montañas, hasta Redlands y luego por la 10 hasta Palm Springs, Palm Desert, Indio, hasta llegar al Salton Sea, que es un lago y no un mar y además un lago más bien feo, en donde comíamos comida macrobiótica que era la comida que por entonces Jack consumía, decía que por su salud, y un día pisamos el acelerador de mi Alfa Romeo hasta Calipatria, al sureste del Salton Sea, y fuimos a visitar a un amigo de Jack que vivía en un bungalow aún en peores condiciones que el de Jack, un tipo llamado Graham Monroe pero al que Jack y su mujer llamaban Mezcalito, no sé por qué, tal vez por su afición al mezcal aunque lo único que bebieron mientras estuvimos allí fue cerveza (yo no porque la cerveza engorda), y después ellos tres estuvieron tomando baños de sol detrás del bungalow y bañándose con una manguera y yo me puse un bikini y los estuve mirando, yo prefiero no tomar demasiado sol, tengo la piel muy blanca y me gusta cuidarla, pero aunque me mantuviera en la sombra y no permitiera que me mojaran con la manguera me gustaba estar allí, mirando a Jack, mirando sus piernas que estaban mucho más delgadas de lo que yo recordaba, mirando su tórax que parecía habérsele hundido un poco más, sólo la polla era la misma, sólo los ojos eran los mismos, pero no, en realidad sólo la gran máquina taladradora como decían en la publicidad de sus películas, la verga que había destrozado el culo de Marilyn Chambers, era la misma, el resto, ojos incluidos, se estaba apagando a la misma velocidad con que mi Alfa Romeo recorría el valle de Aguanga o el Desert State Park iluminados por la luz de un domingo agonizante. Creo que hicimos el amor un par de veces. Jack había perdido el interés. Según él, después de tantas películas ahora estaba seco. Eres el primer hombre que me dice eso, le dije. Me gusta ver la tele, Joannie, y leer novelas de misterio. ¿De miedo? No, de misterio, dijo, de detectives, a ser posible aquellas en donde al final el héroe muere. No existen esas novelas, le dije. Claro que existen, hermanita, son novelas baratas y antiguas y se compran a peso. En realidad en su casa no vi libros, exceptuando un manual médico y tres de aquellas novelas baratas a las que Jack se refería y que al parecer releía una y otra vez. Una noche, tal vez la segunda que pasé en su casa, o la tercera, Jack era lento como un caracol en lo que respecta a las confidencias o las revelaciones, mientras bebíamos vino junto a la piscina me dijo que lo más probable era que se muriera pronto, ya sabes cómo es esto, Joannie, cuando ha llegado la hora es que ha llegado la hora. Tuve ganas de gritarle que me hiciera el amor, que nos casáramos, que tuviéramos un hijo o que adoptáramos a un huérfano, que compráramos una mascota y una caravana y que nos dedicáramos a viajar por California y por México, supongo que estaba un poco borracha y cansada, ese día seguramente el trabajo había sido agotador, pero no dije nada, sólo me removí inquieta en mi tumbona, contemplé el césped que yo misma había cortado, bebí más vino, esperé las siguientes palabras de Jack, las que por fuerza tenían que seguir, pero él no dijo nada más. Esa noche hicimos el amor por primera vez después de tanto tiempo. Costó mucho poner a Jack en marcha, su cuerpo ya no funcionaba, sólo funcionaba su voluntad, y pese a todo él insistió en ponerse un condón, un condón para la verga de Jack, como si un condón pudiera contenerla, pero al menos eso sirvió para que nos riéramos un rato, al final, ambos de lado, metió su larga y gruesa verga fláccida entre mis piernas, me abrazó dulcemente y se quedó dormido, yo aún tardé mucho rato en dormirme y por la cabeza me pasaron ideas de lo más raras, por momentos me sentía triste y lloraba sin hacer ruido, para no despertarlo, para no romper nuestro abrazo, por momentos me sentía feliz y también lloraba, hipando, sin la más mínima discreción, apretando entre mis muslos la polla de Jack y escuchando su respiración, diciéndole: Jack, sé que te estás haciendo el dormido, Jack, abre los ojos y bésame, pero Jack seguía durmiendo o fingiendo que dormía y yo seguía contemplando como en el cine las ideas que me pasaban por la cabeza, como un arado, como un tractor rojo a cien kilómetros por hora, muy rápidas, casi sin tiempo para reflexionar, si es que entonces hubiera deseado reflexionar, cosa que obviamente no entraba en mis planes, y por momentos ni lloraba ni me sentía triste o feliz, sólo me sentía viva y lo sentía vivo a él y aunque todo tenía un fondo como de teatro, como de farsa amable, inocente, incluso conveniente, yo sabía que aquello era verdadero, que valía la pena, y luego metí mi cabeza debajo de su cuello y me dormí. Un mediodía Jack apareció por el rodaje. Yo estaba a cuatro patas y mientras se lo chupaba a Bull Edwards, Shane Bogart me sodomizaba. Al principio no me di cuenta de que Jack había entrado en el plató, estaba concentrada en lo que hacía, no es fácil gemir con una polla de veinte centímetros entrando y saliendo de tu boca, algunas chicas muy fotogénicas se descomponen en cuanto hacen una mamada, se les ve horribles, demasiado entregadas acaso, a mí me gusta que mi rostro se vea bien. Bueno, yo estaba concentrada en el trabajo y además, debido a mi posición, no podía ver lo que ocurría alrededor, pero Bull y Shane, que estaban de rodillas pero con los torsos erguidos y las cabezas levantadas, sí que se dieron cuenta de que Jack acababa de entrar y las vergas se les endurecieron casi de inmediato, y no sólo Bull y Shane, el director, Randy Cash y Danny Lo Bello y su mujer y Robbie y Ronnie y los electricistas y todo el mundo, creo yo, menos el cámara, que se llamaba Jacinto Ventura y era un chico muy alegre y muy profesional y que además literalmente no podía quitarle el ojo a la escena que estuviera filmando, todos, digo, expresaron de alguna manera la presencia inesperada de Jack y se hizo entonces el silencio sobre el plató, no un silencio pesado, no un silencio de esos que presagian malas noticias, sino un silencio luminoso, si puedo llamarlo así, un silencio de agua que cae en cámara lenta, y yo sentí ese silencio y pensé debe de ser por lo bien que me siento, por lo buenos que son estos días en California, pero también sentí algo más, algo indescifrable que se acercaba precedido por los golpes rítmicos de las caderas de Shane sobre mis nalgas, por los suaves embites de Bull sobre mis labios, y entonces supe que ocurría algo en el plató, pero no levanté la mirada, y supe también que ocurría algo que me comprendía y afectaba únicamente a mí, como si la realidad se hubiera trizado, una trizadura de un extremo a otro, similar a la cicatriz que queda después de ciertas operaciones, desde el cuello hasta la ingle, una cicatriz gruesa, rugosa, dura, pero me aguanté y seguí actuando hasta que Shane sacó su verga de mi culo y se corrió sobre mis nalgas y hasta que Bull poco después lo siguió y eyaculó en mi cara. Entonces me voltearon y quedé boca arriba y pude ver sus rostros, extremadamente concentrados en lo que hacían, mucho más que de costumbre, y mientras me acariciaban y decían palabras cariñosas yo pensé aquí pasa algo, seguro que en el plató hay alguien de la industria, un pez gordo de Hollywood, y Bull y Shane se han dado cuenta y están actuando para él, y recuerdo que miré de reojo las siluetas que nos rodeaban en la zona de sombras, todas quietas, todas petrificadas, eso fue exactamente lo que pensé: se han quedado petrificados, debe de ser un productor verdaderamente importante, pero seguí sin inmutarme, yo, al contrario que Bull y Shane, no tenía ambiciones al respecto, supongo que es algo inherente al hecho de ser europea, los europeos vemos esto de otra manera, pero también pensé: puede que no sea un productor, puede que haya entrado un ángel en el plató, y justo entonces lo vi. Jack estaba junto a Ronnie y me sonreía. Y entonces vi a los demás, a Robbie, a los electricistas, a Danny Lo Bello y su mujer, a Jennifer Pullman, a Margo Killer, a Samantha Edge, a dos tipos vestidos con trajes oscuros, a Jacinto Ventura que no tenía la cabeza metida en la cámara y sólo entonces me di cuenta de que ya no estaban filmando, pero durante un segundo o un minuto todos permanecimos estáticos, como si hubiéramos perdido el habla y la capacidad de movernos, y el único que sonreía (pero tampoco hablaba) era Jack, y con su presencia parecía santificar el plató, o eso pensé después, mucho después, cuando volví una y otra vez sobre esta escena, parecía santificar nuestra película y nuestro trabajo y nuestras vidas. Después el minuto llegó a su fin, comenzó otro minuto, alguien dijo que había quedado perfecto, alguien trajo batas para Bull, para Shane, para mí, Jack se acercó y me dio un beso, las siguientes escenas de aquel día no me concernían, le dije que nos marcháramos a cenar a algún restaurante italiano, me habían hablado de uno en Figueroa Street, Robbie nos invitó a la fiesta que daba en su casa uno de sus nuevos socios, Jack parecía renuente pero finalmente lo convencí. Así que nos fuimos para mi casa en el Alfa Romeo y estuvimos conversando y bebiendo whisky un rato y después nos fuimos a cenar y a eso de las once de la noche nos presentamos en la fiesta de los socios de Robbie. Todo el mundo estaba allí, todo el mundo conocía a Jack o quería conocerlo y se acercaba a él. Y después Jack y yo nos fuimos a su casa y nos estuvimos besando en la sala, mientras veíamos la tele, una película muda, hasta quedarnos dormidos. Ya no volvió a aparecer por el plató. Aún trabajé durante otra semana, aunque ya tenía decidido quedarme un tiempo más en Los Ángeles cuando acabara el rodaje. Por supuesto, tenía compromisos en Italia, en Francia, pero pensé que los podía dilatar o que antes de irme podía convencer a Jack para que se viniera conmigo, él había estado varias veces en Italia, hizo algunas películas con Cicciolina que tuvieron mucho éxito, algunas conmigo, alguna con las dos, a Jack le gustaba Italia, una noche se lo dije. Pero tuve que desechar esa idea, me la tuve que arrancar de la cabeza, del corazón, me tuve que extirpar esa idea o esa esperanza del coño, como dicen las napolitanas de Torre del Greco, y aunque nunca me di por vencida, de alguna manera que no me puedo explicar comprendí las razones de Jack, las sinrazones de Jack, el silencio luminoso y fresco, lentísimo, que lo envolvía a él y envolvía sus pocas palabras, como si su figura alta y flaca se estuviera desvaneciendo, y con ella toda California, y pese a que lo que yo hasta hacía poco consideraba mi felicidad, mi alegría, se iba, comprendí también que esa marcha o esa despedida era una forma de solidificación, una forma extraña, sesgada, casi secreta de solidificación, pero solidificación al fin y al cabo, y esa certeza, si así puedo llamarla, me hacía feliz y al mismo tiempo me hacía llorar, me hacía maquillarme los ojos a cada rato y me hacía ver cada cosa con otros ojos, como si tuviera rayos X, y ese poder o superpoder me ponía nerviosa, pero también me gustaba, era como ser Marvilla, la hija de la reina de las amazonas, aunque Marvilla tenía el pelo negro y el mío es rubio, y una tarde, en el patio de Jack, vi algo en el horizonte, no sé qué, las nubes, algún pájaro, un avión, y sentí tanto dolor que me desmayé y perdí el control de la vejiga y cuando desperté estaba en los brazos de Jack y entonces miré sus ojos grises y me puse a llorar y no paré de llorar en mucho tiempo. Al aeropuerto fueron a despedirme Robbie y Ronnie y Danny Lo Bello y su mujer, que planeaban visitar Italia dentro de unos meses. A Jack le dije adiós en su bungalow de Monrovia. No te levantes, le dije, pero él se levantó y me acompañó hasta la puerta. Sé buena chica, Joannie, dijo, escríbeme alguna vez. Te llamaré por teléfono, dije yo, el mundo no se acaba. Estaba nervioso y olvidó ponerse la camisa. Yo no le dije nada, cogí mi maleta y la puse en el asiento del copiloto del Alfa Romeo. Cuando me volví para verlo por última vez no sé por qué pensé que ya no estaría allí, que el espacio que Jack ocupaba junto al pequeño portón de madera desvencijada estaría vacío, y prolongué ese momento por miedo, era la primera vez que sentía miedo en Los Ángeles, al menos era la primera vez que sentía miedo en aquella estancia, en otras el miedo y el hastío no escasearon, pero en aquellos días no, y me dio rabia sentir miedo y no quise volverme hasta no haber abierto la puerta del Alfa Romeo y estar dispuesta a meterme dentro y salir disparada, y cuando por fin abrí la puerta me volví y Jack estaba allí, junto a su puerta, mirándome, y entonces supe que todo estaba bien, que podía partir. Que todo estaba mal, que podía partir. Que todo era una pena, que podía partir. Y mientras el detective me observa de reojo (él hace como que mira los pies de la cama, pero yo sé que mira mis piernas, mis largas piernas debajo de las sábanas) y habla de un fotógrafo que trabajó con Mancuso y Marcantonio, un tal R. P. English, el segundo cámara del pobre Marcantonio, yo sé que de alguna manera aún estoy en California, en mi último viaje a California, aunque entonces eso aún no lo sabía, y que Jack aún está vivo y contempla el cielo sentado en el borde de su piscina, con los pies colgando dentro del agua o dentro de la nada, la síntesis brumosa de nuestro amor y de nuestra separación. ¿Y qué hizo el tal English?, le digo al detective. Él prefiere no contestarme, pero ante la fijeza de mi mirada dice: barbaridades, y luego mira el suelo, como si pronunciar esa palabra estuviera prohibido en la Clínica Los Trapecios, de Nîmes, como si yo no hubiera sabido de suficientes barbaridades a lo largo de mi vida. Y llegado a este punto yo podría preguntar más cosas, pero para qué, la tarde es demasiado hermosa para obligar a un hombre a contar una historia que seguramente será triste. Y además la foto que me enseña del presunto English es vieja y borrosa, allí hay un joven de veintipocos años, y el English que yo recuerdo es un tipo bastante entrado en la treintena, tal vez de más de cuarenta, una sombra definida, valga la paradoja, una sombra derrotada a la que no presté demasiada atención, aunque sus rasgos quedaron en mi memoria, los ojos azules, los pómulos pronunciados, los labios llenos, las orejas pequeñas. Sin embargo describirlo de esta manera es falsearlo. Conocí a R. P. English en alguno de mis múltiples rodajes por las tierras de Italia, pero su rostro ya hace mucho se instaló en la zona de las sombras. Y el detective me dice está bien, conforme, tómese su tiempo, madame Silvestri, por lo menos lo recuerda, eso ya es algo para mí, ciertamente no es un fantasma. Y entonces estoy tentada de decirle que todos somos fantasmas, que todos hemos entrado demasiado pronto en las películas de los fantasmas, pero este hombre es bueno y no quiero hacerle daño y por lo tanto me quedo callada. Además, quién me asegura a mí que él no lo sabe.
Acerca del autor.
Roberto Bolaño (Santiago, 28 de abril de 1953 – Barcelona, 15 de julio de 2003) fue un escritor y poeta chileno, cuya novela Los detectives salvajes ganó los premios Herralde 1998 y Rómulo Gallegos 1999.