Por O. Henry - [ Índice ]
The Gift Of The Magi
UN dólar con ochenta y siete centavos: eso era todo. Y, además, sesenta de los centavos en moneda menuda, en peniques ahorrados con trabajo, uno a uno o dos a dos, protestándole al del almacén y al verdulero y al carnicero, hasta que a una se le subían los colores a la cara por la silenciosa acusación de avaricia que aquel afanoso regateo traía consigo. Delia contó el dinero tres veces. Sí: un dólar ochenta y siete. Y el día siguiente era el de Navidad.
Estaba claro que no podía hacer más que echarse sobre la cama miserable y llorar. Y eso fue lo que Delia hizo y lo que nos lleva a pensar de nuevo que la vida está compuesta por gemidos, resoplidos de fastidio y sonrisas, si bien con predominio de los resoplidos. Mientras esta ama de casa pasa poco a poco de la primera situación a la segunda, echemos un vistazo a su hogar. Se trata de un pisillo amueblado de los de ocho dólares a la semana. No puede decirse realmente que sea algo indescriptible, pero sí que merece ser clasificado por la policía como antro de mendicantes.
En el zaguán de la planta baja existía un buzón donde no podía echarse ninguna carta y un timbre eléctrico del que ningún dedo mortal habría podido arrancar un sonido. Asimismo formaba parte de la entrada al zaquizamí una tarjeta en la que podía leerse: SEÑOR JAIME DILLINGHAM YOUNG.
Aquel anuncio había nacido a las caricias del viento en un período anterior y próspero, cuando su dueño cobraba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus ingresos se habían reducido a veinte, las letras del apellido Dillingham estaban borrosas, como si pensaran seriamente en reducirse a su vez a una modesta, humildísima D. Sin embargo, cada vez que el señor James Dillingham Young regresaba a casa y llegaba a su piso de la primera planta se le seguía llamando «Jim» y era cariñosamente abrazado por la señora Dillingham Young, que ya ha sido presentada al lector con el nombre de Delia. Todo lo cual está bastante bien.
Al acabar de llorar, Delia se retocó las mejillas con una borla, se incorporó junto a la ventana y miró con tristeza a un gato gris que caminaba sobre un patio gris por una tapia gris. Al día siguiente era Navidad y ella no tenía más que un dólar ochenta y siete para comprarle un regalo a Jim. Había luchado durante meses por ahorrar todos los peniques posibles, y ese era el resultado; con veinte dólares a la semana no se puede llegar muy lejos, mientras que los gastos habían superado con mucho a sus cálculos… como ocurre siempre. De manera que sólo un dólar ochenta y siete para comprarle un regalo a Jim. A su Jim. Y había pasado muchas horas alegres planeando algo realmente bonito para él. Algo hermoso, original y auténtico, algo un tanto digno del honor de ser poseído por Jim.
Entre las ventanas de aquella habitación había un alto espejo de pared. Quizá haya visto usted un espejo de pared en un apartamento de ocho dólares. Observando su imagen en una rápida sucesión de bandas longitudinales, una persona muy delgada y muy ágil puede tener una visión bastante exacta de su aspecto. Y, como Delia era esbelta, había conseguido dominar ese arte.
De pronto, se alejó de la ventana y se detuvo ante el espejo. Sus ojos brillaban, pero su cara se puso pálida a los veinte segundos. Con un gesto veloz, Delia se soltó el pelo y lo dejó caer cuan largo era.
Bueno, es necesario aclarar ya que Jaime Dillingham Young y su mujer se enorgullecían de dos cosas: del reloj de oro de Jim, heredado de su padre y de su abuelo, y de la mata de pelo de ella. Si la misma Reina de Saba hubiera vivido enfrente, en el apartamento del otro lado de la escalera, Delia habría podido dejar colgar alguna vez su cabellera por la ventana, tanto para secarla como para demostrar a Su Majestad que le traían sin cuidado joyas y presentes. Y si el Rey Salomón hubiera sido el portero y tenido todos sus tesoros amontonados en el sótano, Jim siempre habría sacado su reloj al pasar, nada más que para verlo mesarse las barbas de envidia.
De manera que, en este momento, el hermoso pelo de Delia cae sobre sus hombros en oleadas, reluciendo como una cascada de aguas castañas. Le llegaba más abajo de las rodillas; era casi un vestido. De momento, Delia volvió a recogérselo ágil y nerviosa. Se desalentó un instante y permaneció inmóvil mientras un par de lágrimas salpicaba la raída alfombra carmesí.
Después, Delia se encajó su vieja chaqueta marrón y su viejo sombrero marrón, y, con un revolotear de faldas y aquel fulgor brillante en los ojos, salió apresuradamente y bajó las escaleras hacia la calle.
MADAME SOFRONIE. PELO DE TODAS CLASES, rezaba el letrero ante el que se detuvo poco después. Subió a la carrera un tramo de escalera y se detuvo jadeando. Demasiado blanca y demasiado fría, Madame Sofronie no parecía ser la «Sofronie» de su anuncio.
—¿Quiere comprarme el pelo? —preguntó Delia.
—Compro pelo —dijo Madame Sofronie—. Quítese el sombrero y vamos a ver.
Delia dejó caer su cascada de cabellos castaños.
—Veinte dólares —tasó Madame levantando con mano experta aquella gloria.
—Démelos pronto —dijo Delia.
Y las dos horas siguientes discurrieron para ella ligeras, como sobre rosadas alas (perdónesenos la manida comparación): Delia se dedicó a recorrer las tiendas buscando el regalo para Jim.
Por fin lo encontró. Ideal. Sin duda lo habían hecho para Jim y para nadie más; en ninguna otra tienda vendían algo que pudiera comparársele y ella se las había trotado todas. Era una cadena de reloj, de platino, y de sencillo y pudoroso aspecto que hablaba a las claras de su valor, dado ya por el metal mismo y sin ninguna decoración bastarda, como deben ser todas las cosas de verdadero mérito. Era incluso digna del reloj, y, apenas le puso la vista encima, Delia entendió que tenía que ser para Jim. Se parecía a él: poseía serenidad y valor, dos cosas igualmente aplicables a la cadena y al que iba a ser su dueño. Le pidieron veintiún dólares por ella y volvió precipitadamente a casa con los ochenta y siete centavos. Y no le cabía duda de que, con aquella cadena en su reloj, Jim podría lucir una justificada ansiedad por saber la hora en cualquier momento y en compañía de cualquiera. Aunque su reloj era magnífico, Jim solía mirarlo a hurtadillas, dada la vieja correíta de cuero que usaba a manera de cadena.
Pero cuando Delia volvió a casa, su entusiasmo cedió paso en parte a la prudencia y la razón. Tomó sus tenacillas, encendió el gas y se entregó a reparar los estragos causados por la generosidad sumada al amor, lo cual es siempre una tarea enorme, querido lector. Un trabajo mastodóntico.
No habían pasado aún cuarenta minutos cuando su cabeza estaba ya cubierta de pequeños y apretados rizos que la semejaban admirablemente a un escolar que ha faltado a clase. Larga, cuidadosa y críticamente se miró al espejo.
«Si él no me mata antes de mirarme por segunda vez —se dijo—, le pareceré una corista barata de Coney Island. Pero… ¿qué podía hacer? ¿Qué podía hacer con un dólar ochenta y siete?»
A las siete, el café estaba preparado y la sartén caliente y lista para recibir la cena.
Jim no llegaba tarde nunca. Delia cerró su mano con la cadena de reloj y se sentó junto a un ángulo de la mesa, cerca de la puerta por la que Jim debía entrar. Después oyó sus pasos en el primer tramo de la escalera y se demudó un momento. Nada más que un momento. Acostumbraba a dedicar silenciosas plegarias a las cosas cotidianas más simples, y musitó:
—Señor, te lo ruego, hazle creer que soy bella todavía.
La puerta se abrió y Jim entró y la cerró a sus espaldas. Estaba flaco y muy serio.
¡Pobre chico, no tenía más que veintidós años y soportaba ya la carga de una familia! Necesitaba un gabán nuevo y andaba por ahí sin guantes.
Jim se adelantó, impasible como un perro de caza sobre la pista de una codorniz. Sus ojos estaban clavados en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar. Aquello la espantó: no era ni rabia, ni desaprobación, ni horror, ni ninguno de los sentimientos que ella esperaba ver en su cara. Sólo sabía que su marido la estaba mirando fijamente, con un aire tan raro…
Delia se levantó nerviosa y fue a su encuentro.
—Jim querido —gritó—, no me mires más así. Me hice cortar el pelo y lo vendí porque tenía que hacerte el regalo de Navidad. Volverá a crecerme… No te importa, ¿verdad?… tenía que hacerlo. Mi pelo crece con mucha facilidad. ¡Di «Felices Pascuas», Jim, y seamos felices! No te imaginas qué lindo… qué hermoso regalo te he comprado.
—¿Te has cortado el pelo? —preguntó Jim penosamente, como si sólo notara aquel hecho tan claro después de un intenso esfuerzo mental.
—Sí, y lo he vendido —dijo Delia—. ¿No te gusto lo mismo así, de todos modos? Sigo siendo yo misma, sin mi pelo… ¿verdad?
Jim, curiosamente, paseó la mirada por la habitación.
—¿Dices que te has quedado sin tu pelo? —interrogó con un aire ausente, casi idiota.
—No lo busques —dijo Delia—. Lo he vendido como te dije… vendido para siempre. Y es Navidad, chico. Sé bueno conmigo porque lo he vendido por ti. Quizá mis cabellos pudieran contarse, pero nadie podría medir nunca el amor que te tengo —siguió con repentina y grave dulzura—. ¿Pongo a hacer la comida, Jim?
Superada su situación de trance, Jim pareció despertar rápidamente y estrechó a su Delia. Durante diez segundos, miremos hacia cualquier objeto sin importancia, en dirección opuesta. Ocho dólares a la semana o un millón al año: ¿qué más da? Un matemático o un hombre de negocios nos ofrecerían una respuesta equivocada. Los Reyes Magos aportaron en su día regalos muy valiosos, pero no contaban con algo así. Luego explicaremos esta confusa afirmación.
Jim sacó un paquetito del bolsillo y lo echó sobre la mesa.
—No te equivoques conmigo, Delia —dijo—. No creo que existan corte de pelo, afeitado o champú capaces de hacerme querer menos a mi mujercita. Pero, si abres ese paquete, comprenderás por qué me quedé desconcertado en el primer momento.
Los blancos, ágiles dedos de ella arrancaron la cuerda y el papel. Entonces Delia rompió en un extasiado grito de alegría, y luego, ¡vaya por Dios!, hubo una rápida transición femenina a las lágrimas histéricas y a los gemidos, lo cual requirió el inmediato uso de todas las facultades consoladoras del amo y señor de la casa…, porque ahí estaban las peinetas, el juego de peinetas que Delia contempló largo rato con adoración en un escaparate de Broadway: unas estupendas peinetas de legítimo carey, bordes adornados con piedras preciosas y el tono justo para casar de maravilla con el hermoso pelo desaparecido. Eran peinetas de lujo, ella lo sabía bien, y su corazón las había deseado y había languidecido por ellas sin la menor esperanza de poseerlas. Y ahora eran suyas. Pero las trenzas que debían lucirlas no estaban ya allí.
Con todo, Delia las apretó contra su pecho. Por fin, pudo mirar a Jim con ojos empañados y una sonrisa, y decir:
—¡Mi cabello crece tan aprisa!
Momento en el que saltó como un gato chamuscado, exclamando:
—¡Oh, oh!
Porque Jim todavía no había visto su hermoso regalo. Delia se lo tendió con vehemencia sobre la palma abierta de su mano, y el opaco metal precioso pareció refulgir con un reflejo del alegre y apasionado espíritu de aquella mujer.
—¿Verdad que es estupenda, Jim? Me recorrí media ciudad para dar con ella. Y ahora tendrás que mirar la hora cien veces al día. Dame el reloj, que quiero ver cómo le sienta la cadena.
Pero, en vez de atender, la petición, Jim se dejó caer en el sofá, cruzó las manos tras la nuca y sonrió:
—Delia —dijo—: dejemos por el momento nuestros regalos de Navidad y guardémoslos. Son demasiado buenos para manosearlos ahora… Vendí el reloj a fin de reunir el dinero necesario para comprar tus peinetas. Y bueno… ¿Qué te parece si pones la cena al fuego?
Como ustedes saben, los Reyes Magos eran unos señores sabios, formidablemente sabios, que llevaron regalos al Niño en el pesebre y que inventaron, por tanto, el arte de hacer regalos en el más bello período festivo del año. Como eran sabios, sus obsequios fueron sin duda los más sabios y quizá hasta gozaron del privilegio de poder ser cambiados caso de resultar repetidos. Aquí les he contado torpemente la pacífica historia de dos criaturas atolondradas que vivían en un pisillo de mala muerte y que, imprudentemente, sacrificaron el uno por el otro los tesoros más grandes que poseían. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy que, de cuantos se hacen regalos entre sí, aquellos dos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los sabios son los seres como ésos. Ellos son los Reyes Magos.
Acerca del autor.
O. Henry era el seudónimo del escritor, periodista, farmacéutico y cuentista estadounidense William Sydney Porter (11 de septiembre de 1862 – 5 de junio de 1910).
The Gift Of The Magi
UN dólar con ochenta y siete centavos: eso era todo. Y, además, sesenta de los centavos en moneda menuda, en peniques ahorrados con trabajo, uno a uno o dos a dos, protestándole al del almacén y al verdulero y al carnicero, hasta que a una se le subían los colores a la cara por la silenciosa acusación de avaricia que aquel afanoso regateo traía consigo. Delia contó el dinero tres veces. Sí: un dólar ochenta y siete. Y el día siguiente era el de Navidad.
Estaba claro que no podía hacer más que echarse sobre la cama miserable y llorar. Y eso fue lo que Delia hizo y lo que nos lleva a pensar de nuevo que la vida está compuesta por gemidos, resoplidos de fastidio y sonrisas, si bien con predominio de los resoplidos. Mientras esta ama de casa pasa poco a poco de la primera situación a la segunda, echemos un vistazo a su hogar. Se trata de un pisillo amueblado de los de ocho dólares a la semana. No puede decirse realmente que sea algo indescriptible, pero sí que merece ser clasificado por la policía como antro de mendicantes.
En el zaguán de la planta baja existía un buzón donde no podía echarse ninguna carta y un timbre eléctrico del que ningún dedo mortal habría podido arrancar un sonido. Asimismo formaba parte de la entrada al zaquizamí una tarjeta en la que podía leerse: SEÑOR JAIME DILLINGHAM YOUNG.
Aquel anuncio había nacido a las caricias del viento en un período anterior y próspero, cuando su dueño cobraba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus ingresos se habían reducido a veinte, las letras del apellido Dillingham estaban borrosas, como si pensaran seriamente en reducirse a su vez a una modesta, humildísima D. Sin embargo, cada vez que el señor James Dillingham Young regresaba a casa y llegaba a su piso de la primera planta se le seguía llamando «Jim» y era cariñosamente abrazado por la señora Dillingham Young, que ya ha sido presentada al lector con el nombre de Delia. Todo lo cual está bastante bien.
Al acabar de llorar, Delia se retocó las mejillas con una borla, se incorporó junto a la ventana y miró con tristeza a un gato gris que caminaba sobre un patio gris por una tapia gris. Al día siguiente era Navidad y ella no tenía más que un dólar ochenta y siete para comprarle un regalo a Jim. Había luchado durante meses por ahorrar todos los peniques posibles, y ese era el resultado; con veinte dólares a la semana no se puede llegar muy lejos, mientras que los gastos habían superado con mucho a sus cálculos… como ocurre siempre. De manera que sólo un dólar ochenta y siete para comprarle un regalo a Jim. A su Jim. Y había pasado muchas horas alegres planeando algo realmente bonito para él. Algo hermoso, original y auténtico, algo un tanto digno del honor de ser poseído por Jim.
Entre las ventanas de aquella habitación había un alto espejo de pared. Quizá haya visto usted un espejo de pared en un apartamento de ocho dólares. Observando su imagen en una rápida sucesión de bandas longitudinales, una persona muy delgada y muy ágil puede tener una visión bastante exacta de su aspecto. Y, como Delia era esbelta, había conseguido dominar ese arte.
De pronto, se alejó de la ventana y se detuvo ante el espejo. Sus ojos brillaban, pero su cara se puso pálida a los veinte segundos. Con un gesto veloz, Delia se soltó el pelo y lo dejó caer cuan largo era.
Bueno, es necesario aclarar ya que Jaime Dillingham Young y su mujer se enorgullecían de dos cosas: del reloj de oro de Jim, heredado de su padre y de su abuelo, y de la mata de pelo de ella. Si la misma Reina de Saba hubiera vivido enfrente, en el apartamento del otro lado de la escalera, Delia habría podido dejar colgar alguna vez su cabellera por la ventana, tanto para secarla como para demostrar a Su Majestad que le traían sin cuidado joyas y presentes. Y si el Rey Salomón hubiera sido el portero y tenido todos sus tesoros amontonados en el sótano, Jim siempre habría sacado su reloj al pasar, nada más que para verlo mesarse las barbas de envidia.
De manera que, en este momento, el hermoso pelo de Delia cae sobre sus hombros en oleadas, reluciendo como una cascada de aguas castañas. Le llegaba más abajo de las rodillas; era casi un vestido. De momento, Delia volvió a recogérselo ágil y nerviosa. Se desalentó un instante y permaneció inmóvil mientras un par de lágrimas salpicaba la raída alfombra carmesí.
Después, Delia se encajó su vieja chaqueta marrón y su viejo sombrero marrón, y, con un revolotear de faldas y aquel fulgor brillante en los ojos, salió apresuradamente y bajó las escaleras hacia la calle.
MADAME SOFRONIE. PELO DE TODAS CLASES, rezaba el letrero ante el que se detuvo poco después. Subió a la carrera un tramo de escalera y se detuvo jadeando. Demasiado blanca y demasiado fría, Madame Sofronie no parecía ser la «Sofronie» de su anuncio.
—¿Quiere comprarme el pelo? —preguntó Delia.
—Compro pelo —dijo Madame Sofronie—. Quítese el sombrero y vamos a ver.
Delia dejó caer su cascada de cabellos castaños.
—Veinte dólares —tasó Madame levantando con mano experta aquella gloria.
—Démelos pronto —dijo Delia.
Y las dos horas siguientes discurrieron para ella ligeras, como sobre rosadas alas (perdónesenos la manida comparación): Delia se dedicó a recorrer las tiendas buscando el regalo para Jim.
Por fin lo encontró. Ideal. Sin duda lo habían hecho para Jim y para nadie más; en ninguna otra tienda vendían algo que pudiera comparársele y ella se las había trotado todas. Era una cadena de reloj, de platino, y de sencillo y pudoroso aspecto que hablaba a las claras de su valor, dado ya por el metal mismo y sin ninguna decoración bastarda, como deben ser todas las cosas de verdadero mérito. Era incluso digna del reloj, y, apenas le puso la vista encima, Delia entendió que tenía que ser para Jim. Se parecía a él: poseía serenidad y valor, dos cosas igualmente aplicables a la cadena y al que iba a ser su dueño. Le pidieron veintiún dólares por ella y volvió precipitadamente a casa con los ochenta y siete centavos. Y no le cabía duda de que, con aquella cadena en su reloj, Jim podría lucir una justificada ansiedad por saber la hora en cualquier momento y en compañía de cualquiera. Aunque su reloj era magnífico, Jim solía mirarlo a hurtadillas, dada la vieja correíta de cuero que usaba a manera de cadena.
Pero cuando Delia volvió a casa, su entusiasmo cedió paso en parte a la prudencia y la razón. Tomó sus tenacillas, encendió el gas y se entregó a reparar los estragos causados por la generosidad sumada al amor, lo cual es siempre una tarea enorme, querido lector. Un trabajo mastodóntico.
No habían pasado aún cuarenta minutos cuando su cabeza estaba ya cubierta de pequeños y apretados rizos que la semejaban admirablemente a un escolar que ha faltado a clase. Larga, cuidadosa y críticamente se miró al espejo.
«Si él no me mata antes de mirarme por segunda vez —se dijo—, le pareceré una corista barata de Coney Island. Pero… ¿qué podía hacer? ¿Qué podía hacer con un dólar ochenta y siete?»
A las siete, el café estaba preparado y la sartén caliente y lista para recibir la cena.
Jim no llegaba tarde nunca. Delia cerró su mano con la cadena de reloj y se sentó junto a un ángulo de la mesa, cerca de la puerta por la que Jim debía entrar. Después oyó sus pasos en el primer tramo de la escalera y se demudó un momento. Nada más que un momento. Acostumbraba a dedicar silenciosas plegarias a las cosas cotidianas más simples, y musitó:
—Señor, te lo ruego, hazle creer que soy bella todavía.
La puerta se abrió y Jim entró y la cerró a sus espaldas. Estaba flaco y muy serio.
¡Pobre chico, no tenía más que veintidós años y soportaba ya la carga de una familia! Necesitaba un gabán nuevo y andaba por ahí sin guantes.
Jim se adelantó, impasible como un perro de caza sobre la pista de una codorniz. Sus ojos estaban clavados en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar. Aquello la espantó: no era ni rabia, ni desaprobación, ni horror, ni ninguno de los sentimientos que ella esperaba ver en su cara. Sólo sabía que su marido la estaba mirando fijamente, con un aire tan raro…
Delia se levantó nerviosa y fue a su encuentro.
—Jim querido —gritó—, no me mires más así. Me hice cortar el pelo y lo vendí porque tenía que hacerte el regalo de Navidad. Volverá a crecerme… No te importa, ¿verdad?… tenía que hacerlo. Mi pelo crece con mucha facilidad. ¡Di «Felices Pascuas», Jim, y seamos felices! No te imaginas qué lindo… qué hermoso regalo te he comprado.
—¿Te has cortado el pelo? —preguntó Jim penosamente, como si sólo notara aquel hecho tan claro después de un intenso esfuerzo mental.
—Sí, y lo he vendido —dijo Delia—. ¿No te gusto lo mismo así, de todos modos? Sigo siendo yo misma, sin mi pelo… ¿verdad?
Jim, curiosamente, paseó la mirada por la habitación.
—¿Dices que te has quedado sin tu pelo? —interrogó con un aire ausente, casi idiota.
—No lo busques —dijo Delia—. Lo he vendido como te dije… vendido para siempre. Y es Navidad, chico. Sé bueno conmigo porque lo he vendido por ti. Quizá mis cabellos pudieran contarse, pero nadie podría medir nunca el amor que te tengo —siguió con repentina y grave dulzura—. ¿Pongo a hacer la comida, Jim?
Superada su situación de trance, Jim pareció despertar rápidamente y estrechó a su Delia. Durante diez segundos, miremos hacia cualquier objeto sin importancia, en dirección opuesta. Ocho dólares a la semana o un millón al año: ¿qué más da? Un matemático o un hombre de negocios nos ofrecerían una respuesta equivocada. Los Reyes Magos aportaron en su día regalos muy valiosos, pero no contaban con algo así. Luego explicaremos esta confusa afirmación.
Jim sacó un paquetito del bolsillo y lo echó sobre la mesa.
—No te equivoques conmigo, Delia —dijo—. No creo que existan corte de pelo, afeitado o champú capaces de hacerme querer menos a mi mujercita. Pero, si abres ese paquete, comprenderás por qué me quedé desconcertado en el primer momento.
Los blancos, ágiles dedos de ella arrancaron la cuerda y el papel. Entonces Delia rompió en un extasiado grito de alegría, y luego, ¡vaya por Dios!, hubo una rápida transición femenina a las lágrimas histéricas y a los gemidos, lo cual requirió el inmediato uso de todas las facultades consoladoras del amo y señor de la casa…, porque ahí estaban las peinetas, el juego de peinetas que Delia contempló largo rato con adoración en un escaparate de Broadway: unas estupendas peinetas de legítimo carey, bordes adornados con piedras preciosas y el tono justo para casar de maravilla con el hermoso pelo desaparecido. Eran peinetas de lujo, ella lo sabía bien, y su corazón las había deseado y había languidecido por ellas sin la menor esperanza de poseerlas. Y ahora eran suyas. Pero las trenzas que debían lucirlas no estaban ya allí.
Con todo, Delia las apretó contra su pecho. Por fin, pudo mirar a Jim con ojos empañados y una sonrisa, y decir:
—¡Mi cabello crece tan aprisa!
Momento en el que saltó como un gato chamuscado, exclamando:
—¡Oh, oh!
Porque Jim todavía no había visto su hermoso regalo. Delia se lo tendió con vehemencia sobre la palma abierta de su mano, y el opaco metal precioso pareció refulgir con un reflejo del alegre y apasionado espíritu de aquella mujer.
—¿Verdad que es estupenda, Jim? Me recorrí media ciudad para dar con ella. Y ahora tendrás que mirar la hora cien veces al día. Dame el reloj, que quiero ver cómo le sienta la cadena.
Pero, en vez de atender, la petición, Jim se dejó caer en el sofá, cruzó las manos tras la nuca y sonrió:
—Delia —dijo—: dejemos por el momento nuestros regalos de Navidad y guardémoslos. Son demasiado buenos para manosearlos ahora… Vendí el reloj a fin de reunir el dinero necesario para comprar tus peinetas. Y bueno… ¿Qué te parece si pones la cena al fuego?
Como ustedes saben, los Reyes Magos eran unos señores sabios, formidablemente sabios, que llevaron regalos al Niño en el pesebre y que inventaron, por tanto, el arte de hacer regalos en el más bello período festivo del año. Como eran sabios, sus obsequios fueron sin duda los más sabios y quizá hasta gozaron del privilegio de poder ser cambiados caso de resultar repetidos. Aquí les he contado torpemente la pacífica historia de dos criaturas atolondradas que vivían en un pisillo de mala muerte y que, imprudentemente, sacrificaron el uno por el otro los tesoros más grandes que poseían. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy que, de cuantos se hacen regalos entre sí, aquellos dos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los sabios son los seres como ésos. Ellos son los Reyes Magos.
Acerca del autor.
O. Henry era el seudónimo del escritor, periodista, farmacéutico y cuentista estadounidense William Sydney Porter (11 de septiembre de 1862 – 5 de junio de 1910).