Por John Cheever - [ Índice ]
Me llamo Johnny Hake. Tengo treinta y seis años. Mido 1,78 en calcetines, peso 64 kilos desvestido, y estoy, por así decirlo, desnudo en este momento y hablando en la oscuridad. Fui concebido en el hotel St. Regis, nací en el hospital presbiteriano, me educaron en Sutton Place, fui bautizado y confirmado en la iglesia de San Bartolomé, y me entrené con los Knickerbocker Greys, jugué al rugby y al béisbol en Central Park, hacía gimnasia en el armazón de los toldos de los bloques de apartamentos del East Side, y conocí a mi mujer (Christina Lewis) en una de esas grandes fiestas en el Waldorf. Serví cuatro años en la marina, ahora tengo cuatro hijos y vivo en un suburbio llamado Shady Hill. Tenemos una hermosa casa con jardín y barbacoa al aire libre, y las noches de verano, sentado allí con los niños y mirando lo que el escote de Christina deja ver cuando se inclina para dar la vuelta a los filetes y echarles sal, o simplemente contemplando las luces del cielo, me estremezco como me estremecen ocupaciones más audaces y peligrosas, y me imagino que eso es lo que significa el dolor y la dulzura de la vida.
Inmediatamente después de la guerra, fui a trabajar con un fabricante industrial, y creí que aquel empleo acabaría convirtiéndose en mi vida. La empresa era patriarcal, es decir, el anciano te ponía a hacer una cosa y luego te cambiaba a otra, llevaba las riendas de cada caballo —el molino de Jersey y la planta de transformación de Nashville— y se comportaba como si hubiese soñado toda su industria en el curso de una siesta. Yo me quitaba del camino del viejo tan ágilmente como podía, y me comportaba en su presencia como si fuese un pedazo de arcilla que él hubiese moldeado con sus propias manos y al que hubiera infundido el fuego de la vida. Era el tipo de déspota que necesitaba una fachada, y en eso consistía el trabajo de Gil Bucknam. Era la mano derecha, la fachada y el pacificador del anciano, y podía negociar cualquier asunto con la humanidad de la que el viejo carecía, pero empezó a faltar a la oficina; al principio un día o dos, luego dos semanas, y posteriormente durante más tiempo. Al volver, alegaba problemas estomacales o vista cansada, aunque se veía de lejos que estaba trastornado. No era tan extraño, puesto que beber como un cosaco era uno de los cometidos que debía cumplir para la empresa. El viejo lo aguantó durante un año, y después vino a mi despacho una mañana y me dijo que me presentara en el apartamento de Bucknam y le comunicara que estaba despedido.
Era una maniobra tan sucia y tortuosa como enviar al botones a poner de patitas en la calle al presidente del consejo de administración. Bucknam no sólo era mi superior, sino que me llevaba muchos años y era un hombre que condescendía a pagarme una copa en cualquier momento, pero así solía proceder el viejo, y yo sabía lo que tenía que hacer. Telefoneé a casa de Bucknam y su mujer me dijo que podría ver a Gil esa tarde. Comí solo y anduve vagando por la oficina hasta eso de las tres; a esa hora salí, y me dirigí andando desde nuestra sede, en el centro de la ciudad, hasta el apartamento de Bucknam, en una de las calles setenta del East Side. Era a principios del otoño —se estaba celebrando el campeonato mundial de béisbol— y una tormenta se cernía sobre la ciudad. Alcancé a oír el estruendo de artillería en las nubes y a olisquear la lluvia cuando llegué al domicilio de Bucknam. Su mujer me hizo pasar, y todas las penalidades del pasado año parecían pintadas en su cara, apresuradamente escondidas por una densa capa de maquillaje. No he visto nunca unos ojos tan apagados; llevaba uno de esos vestidos anticuados con grandes flores estampadas que se usaban en las fiestas al aire libre. (Tenían tres hijos en la universidad, un yate con un marinero a sueldo y muchos otros gastos.) Gil estaba en la cama y la señora Bucknam me llevó al dormitorio. La tormenta estaba ahora a punto de estallar, y todo estaba bañado por una grata semioscuridad tan semejante al alba que más que transmitirnos uno a otro malas noticias parecía que estábamos durmiendo y soñando.
Gil estuvo divertido, adorable, condescendiente, y me dijo que se alegraba muchísimo de verme; había comprado un montón de regalos para mis hijos en su último crucero a las Bermudas, y se había olvidado de enviármelos.
—¿Podrías traer esas cosas, cariño? —preguntó—. ¿Te acuerdas de dónde las pusimos?
Ella volvió a entrar en la habitación con cinco o seis paquetes grandes de aspecto caro y los depositó sobre mis rodillas.
Pienso en mis hijos como un padre afectuoso, y me encanta hacerles regalos. Por eso me entusiasmé. Era una artimaña, desde luego —sospecho que de ella—, una de las muchas que seguramente habría concebido a lo largo del año anterior para que el mundo no se les cayera encima. (Pude advertir que el papel de envolver no era reciente, y al llegar a casa y encontrar dentro unos viejos suéters de cachemira que las hijas de Gil no habían llevado a la universidad y una gorra escocesa con la badana sucia, aumentó mi compasión por los Bucknam en apuros). Con el regazo lleno de obsequios para mis niños y la piedad rezumando por todos mis poros, no me atreví a darle la puntilla. Hablamos del campeonato de béisbol y de ciertos asuntos insignificantes de la oficina, y cuando empezó a llover y se levantó viento ayudé a la señora Bucknam a cerrar las ventanas del apartamento. Después me marché, cogí uno de los primeros trenes y me volví a casa en medio de la tormenta. Cinco días después, Gil Bucknam tomó la decisión de dejar la bebida definitivamente y se presentó en la oficina para sentarse de nuevo a la derecha del anciano patrón; la mía fue una de las primeras cabezas que pidió. Di en pensar que si mi destino hubiera sido ser bailarín de ballet ruso o fabricar piezas de orfebrería, pintar bailarinas Schuhplattler en cajones de escritorio y paisajes sobre conchas de almeja o vivir en algún lugar de marea muy baja como Provincetown, no habría conocido un puñado de gente más extraña que la que conocía en aquella empresa. Y entonces me decidí a volar con mis propias alas.
Mi madre me enseñó a no hablar nunca de dinero cuando el dinero sobra, y por mi parte he sido siempre muy reacio a hablar de él cuando escasea, de modo que apenas puedo referir lo que ocurrió durante los seis meses que siguieron. Alquilé un local para oficina —un cubículo con espacio para un escritorio y un teléfono— y envié cartas, pero rara vez me contestaban, y habría dado lo mismo que el teléfono hubiese estado desconectado, y cuando llegó el momento de pedir dinero prestado, no encontré un lugar donde acudir. Mi madre odia a Christina, y de todas formas no creo que tenga mucho dinero, porque nunca me compró un abrigo o un bocadillo de queso cuando yo era pequeño sin recordarme que el obsequio procedía de su economía.
Tenía muchos amigos, pero aunque mi vida dependiera de ello no podría pedirle a un hombre que me invitara a una copa y darle un sablazo de quinientos billetes; y yo necesitaba más. Lo peor de todo es que no había descrito la situación a mi mujer de una forma adecuada.
En eso pensaba una noche en que nos estábamos vistiendo para ir a cenar a casa de los Warburton, que vivían carretera arriba. Christina estaba sentada ante el tocador, poniéndose los pendientes. Es una mujer hermosa y en la flor de la vida, y su ignorancia de la penuria económica es completa. Posee un grácil cuello, sus senos relucían al alzarse bajo la tela de su vestido y, al observar el deleite saludable y honesto que extraía de la contemplación de su propia imagen, no me atreví a decirle que estábamos arruinados. Ella había endulzado gran parte de mi vida, y al contemplarla renacían en mi interior los manantiales de una clara energía que transformaba en vívidos y alegres la habitación, los cuadros de la pared y la luna que alcanzaba a ver por la ventana. La noticia la haría llorar, estropearía su maquillaje y habitación de huéspedes. Parecía haber tanta verdad en su belleza y en el poder que ella ejercía sobre mis sentidos como en el hecho de que nuestra cuenta bancaria arrojase un saldo negativo.
Los Warburton son ricos, pero no alternan; incluso es posible que les traiga sin cuidado. Ella es una vieja cobarde, y él la clase de hombre que a uno no le hubiera gustado tener como compañero de escuela. Es una mala persona, tiene la voz áspera y una idea fija: la lascivia. Los Warburton siempre están gastando, y por eso hay que hablar de dinero con ellos. El suelo de su vestíbulo es de mármol blanco y negro procedente del antiguo Ritz; su casita de Sea Island está siendo habilitada para el invierno; van en avión a Davos para pasar allí diez días; piensan comprar un par de caballos de monta y están construyendo una nueva ala para su casa. Esa noche llegamos con retraso. Los Meserve y los Chesney ya estaban allí, pero Carl Warburton aún no había llegado y Sheila estaba preocupada.
—Carl tiene que atravesar un barrio horrible para ir a la estación —dijo—, y lleva encima miles de dólares; tengo tanto miedo de que lo atraquen…
Carl llegó por fin a casa, contó un chiste verde a la variada concurrencia y nos sentamos a cenar. Era de esas fiestas en las que todos los presentes se han dado una ducha y puesto sus mejores galas, y en que algún viejo cocinero lleva desde el amanecer pelando champiñones o extrayendo la carne de la concha de los cangrejos. Yo quería pasármelo bien. Ése era mi deseo, pero mis deseos no lograron esa noche hacerme despegar los pies del suelo. Me sentía como cuando mi madre me llevaba de niño, por medio de amenazas y promesas, a una de aquellas fiestas de cumpleaños indescriptiblemente atroces. La reunión se prolongó hasta eso de las once y media, y volvimos a casa. Me quedé un rato en el jardín acabando uno de los puros de Carl Warburton. Era la noche del jueves y mis cheques no serían devueltos hasta el martes siguiente, pero tenía que hacer algo pronto. Christina estaba dormida cuando subí y también a mí me rindió el sueño, pero desperté alrededor de las tres.
Había estado soñando con envolver pan en papel de colores. Había visto en sueños un anuncio a toda página en una revista de difusión nacional: ¡dé un poco de color a su panera! Rebanadas de pan cubrían la página con colores de tonos parecidos a los de las joyas: pan turquesa, pan rubí, pan de color esmeralda. La idea me pareció buena en sueños; me había animado, y verme sumido en la oscuridad del dormitorio fue como si me echaran un jarro de agua fría. Repentinamente entristecido, me puse a pensar en todos los cabos sueltos de mi vida, y así llegué a evocar a mi madre, anciana ya, que vive sola en un hotel de Cleveland. La vi vistiéndose para bajar a cenar en el comedor del hotel. Inspiraba piedad imaginarla así: solitaria y entre extraños. Y, sin embargo, cuando volvió la cabeza, vi que todavía le quedaban algunos dientes afilados en las encías.
Me envió a la universidad, lo dispuso todo para que mis vacaciones transcurrieran en agradables entornos y espoleó mis ambiciones, las mismas que conservo, pero se opuso tenazmente a mi matrimonio, y desde entonces nuestra relación ha sido tirante. A menudo la he invitado a que venga a vivir con nosotros, pero siempre se niega, y siempre con resentimiento. Le envío flores y obsequios, le escribo todas las semanas, pero parece que estas atenciones únicamente sirven para fortalecer su convicción de que mi matrimonio ha sido un desastre para ella y para mí. Luego pensé en las cintas de su delantal, pues cuando yo era niño me parecía que aquellas cintas estaban tendidas sobre los océanos Pacífico y Atlántico; me daban la sensación de que se enlazaban, como estelas de vapor, bajo la mismísima bóveda del paraíso. Entonces la evoqué sin rebeldía ni inquietud; simplemente con la tristeza de comprobar que todos nuestros esfuerzos habían cosechado tan pocas emociones limpias, y que ni siquiera podíamos tomar juntos una taza de té sin remover toda clase de amargos sentimientos. Anhelé corregir aquel estado de cosas, revivir toda la relación con mi madre sobre un trasfondo más sencillo y humano, un marco en el que mi educación no se hubiera cobrado un precio tan alto en emociones malsanas. Quise recrear todo aquel pasado en una Arcadia afectiva en que nuestra conducta fuera diferente, para de este modo poder pensar en ella a las tres de la mañana sin sentimiento de culpa y para ahorrarle soledad y olvido en su vejez.
Me acerqué un poco a Christina, y al entrar en el espacio bañado por su calor sentí de pronto que todo era amable, encantador, pero ella se movió en sueños y se alejó de mi lado. Entonces tosí. Tosí de nuevo. Tosí ruidosamente. No pude contener la tos, salí de la cama, fui al oscuro cuarto de baño y bebí un vaso de agua. Me asomé a la ventana del baño y miré el jardín. Hacía un poco de viento del alba —un rumor lluvioso inundaba el aire— agradable de sentir en la cara. Había unos cigarrillos detrás del retrete y encendí uno para recobrar el sueño. Pero al inhalar el humo me dolieron los pulmones, y de improviso me asaltó el convencimiento de que me estaba muriendo de cáncer.
Había experimentado todo tipo de disparatadas melancolías —nostalgias de países donde jamás había estado, anhelos de ser lo que no podía ser—, pero aquellas fantasías resultaban triviales comparadas con la premonición de mi muerte. Tiré el cigarro al retrete (¡pin!) y enderecé la espalda, pero el dolor en el pecho no hizo sino aumentar, y me persuadí de que el deterioro ya se había iniciado. Mis amigos pensarían en mí cariñosamente, sin duda, y seguramente Christina y los niños me recordarían con amor. Pero luego volví a pensar en el dinero, los Warburton y los cheques sin fondos acercándose a la cámara de compensación, y me pareció que el dinero prevalecía sobre el amor. Había codiciado a algunas mujeres —sucumbido a la envidia, de hecho—, pero me dio la sensación de que nunca había ambicionado a nadie del modo como esa noche anhelaba dinero. Fui al armario de nuestro dormitorio y me puse unos viejos zapatos azules de lona, un par de pantalones y un jersey oscuro. Luego bajé y salí de casa. La luna había salido y no había muchas estrellas, pero el aire de encima de los árboles y los setos rezumaba una luz tenue. Rodeé el jardín de los Trenholme, hollando la hierba sigilosamente, y llegué por el césped a la casa de los Warburton. Aceché los ruidos procedentes de las ventanas abiertas y sólo oí el tictac de un reloj. Subí los peldaños de la escalinata delantera, abrí la puerta de tela metálica y crucé el piso de mármol del antiguo Ritz. Bajo la débil luz nocturna que entraba por las ventanas, la casa parecía una concha, un nautilo modelado para hospedarse a sí mismo.
Oí el ruidito producido por la chapa del collar de un perro, y el viejo cocker de Sheila vino trotando por el vestíbulo. Lo acaricié detrás de las orejas y el animal volvió al sitio donde tenía su cama, gruñó y se quedó dormido. Conocía la casa de los Warburton tan bien como la mía. La escalera estaba alfombrada, pero primero asenté el pie sobre uno de los peldaños para ver si crujía. Luego empecé a subir la escalera. Las puertas de todos los dormitorios estaban abiertas, y en el de Carl y Sheila, donde a menudo había dejado mi abrigo con ocasión de grandes cócteles, capté el sonido de una respiración profunda. Me detuve en la entrada un segundo para orientarme. En la penumbra pude discernir la cama y una chaqueta y un par de pantalones colgados en el respaldo de una silla. Con rápidos movimientos, entré en el cuarto, saqué un abultado billetero del bolsillo interior de la chaqueta y emprendí el camino de vuelta hacia el vestíbulo. Mi violenta emoción tal vez me volvió torpe, porque Sheila se despertó. Oí que decía:
—¿Has oído ese ruido, cariño?
—El viento —murmuró él entre dientes, y se restableció el silencio.
Me hallaba ya a salvo en el vestíbulo, a salvo de todo excepto de mí mismo. Parecía atenazado por un ataque de nervios. Me había quedado sin saliva, mi corazón parecía haber detenido su bombeo, y fuera cual fuese la fuerza que mantenía mis piernas derechas, me había abandonado. Únicamente logré avanzar apoyándome en la pared. Me aferré a la barandilla al bajar la escalera y salí de allí tambaleándome.
Una vez en la oscura cocina de mi casa, bebí tres o cuatro vasos de agua. Debí de permanecer junto al fregadero una media hora o quizá más antes de que se me ocurriera registrar el billetero de Carl. Bajé al sótano y cerré la puerta antes de encender la luz. Había poco más de novecientos dólares. Apagué la luz y regresé a la oscuridad de la cocina. Oh, ¡jamás sospeché que un hombre pudiera ser tan desdichado ni que la mente pudiera abrir tantos compartimentos y anegarlos de remordimiento! ¿Dónde quedaban los riachuelos de truchas de mi juventud y otros inocentes placeres? El olor a cuero quemado de las aguas sonoras y la penetrante fragancia de los bosques tras una lluvia torrencial; o, al rayar el alba, las brisas estivales olorosas al aliento herbáceo de las vacas lecheras —la cabeza puede darte vueltas— y todos los arroyos pletóricos de truchas (o así lo imaginaba en la oscura cocina), nuestro tesoro sumergido. Lloré.
Shady Hills es, como digo, un suburbio, blanco de críticas de los planificadores urbanos, aventureros y poetas líricos, pero si uno trabaja en la ciudad y tiene hijos que criar, no concibo un lugar mejor. Es cierto que mis vecinos son ricos y que en este caso la riqueza significa ocio, pero emplean su tiempo sabiamente. Viajan por el mundo y oyen buena música, y ante un surtido de libros en un aeropuerto, elegirán Tucídides y en ocasiones santo Tomás de Aquino. Instados a construir refugios antiaéreos, plantan árboles y rosas, y sus jardines son espléndidos, radiantes. Si a la mañana siguiente hubiese contemplado desde la ventana de mi cuarto de baño la maloliente ruina de una gran ciudad, posiblemente no habría sido tan violento mi sobresalto como lo fue al recordar lo que había hecho la noche anterior; los fundamentos morales se habían retirado de mi mundo sin alterar un ápice la luz del sol. Me vestí furtivamente —¿qué hijo de la oscuridad desea oír las alegres voces de su familia?— y cogí uno de los primeros trenes. Mi traje de gabardina pretendía reflejar limpieza y honradez, pero yo era una desdichada criatura de pasos descarriados por el rumor del viento. Leí el periódico. En el Bronx habían robado una nómina por valor de treinta mil dólares. Una rica mujer de White Plains había vuelto a casa de una fiesta y se había encontrado con que sus pieles y sus joyas habían desaparecido. Se habían apoderado de sesenta mil dólares en medicinas de un almacén de Brooklyn. Me sentí mejor al comprobar lo corriente que era mi delito. Pero solamente un poco, y no por mucho tiempo. Luego hice frente una vez más a la conciencia de que yo era un vulgar ladrón y un impostor, y que había hecho algo tan censurable que violaba los principios de cualquier religión conocida. Había robado y, lo que es peor, había allanado la morada de un amigo y pisoteado todas las leyes no escritas que aseguran la supervivencia de una comunidad. Mi conciencia me picoteó tanto el ánimo —como el duro pico de una ave carnívora— que mi ojo izquierdo se contrajo repentinamente, y una vez más me sentí al borde de un colapso nervioso. El tren llegó a la ciudad y yo fui al banco. Al salir casi me atropella un taxi. No temí por mis huesos, sino por la posibilidad de que encontrasen en mi bolsillo el billetero de Carl Warburton. Cuando creí que nadie me miraba, limpié la cartera con mis pantalones (por las huellas digitales) y la dejé caer en un cubo de basura.
Pensando que un café me sentaría bien, entré en un restaurante y me senté a una mesa en compañía de un desconocido. No habían retirado los manteles de papel ni los vasos de agua medio vacíos, y en el lugar que ocupaba el extraño había una propina de treinta y cinco centavos que había dejado un cliente anterior. Consulté el menú, pero por el rabillo del ojo observé que el desconocido se embolsaba los treinta y cinco centavos. ¡Vaya granuja! Me levanté y salí del restaurante.
Llegué a mi cubículo, colgué el sombrero y el abrigo, me senté ante el escritorio, estiré los puños, suspiré y alcé la mirada como si estuviera a punto de empezar una jornada llena de desafíos y decisiones. No había encendido la luz. Al cabo de un rato ocuparon la oficina de al lado y oí a mi vecino aclararse la garganta, toser, raspar una cerilla y disponerse a atacar los asuntos del día.
Las paredes eran delgadas —mitad cristal esmerilado y mitad madera contrachapada—, y no existía intimidad acústica en aquellos despachos. Busqué en mi bolsillo un cigarro con tanta cautela como la que había desplegado en casa de los Warburton, y aguardé a que un camión que pasaba por la calle hiciese ruido para ahogar el chasquido de mi cerilla. El prurito de la indiscreción se apoderó de mí. Mi vecino estaba tratando de vender por teléfono unas existencias de uranio. Procedía del siguiente modo: primero era cortés, luego grosero: «¿Qué le pasa, Fulano? ¿No quiere ganar un dinerillo?» Después se mostraba muy desdeñoso: «Lamento haberlo molestado. Creí que tendría sesenta y cinco dólares para invertir.» Hizo doce llamadas sin hallar comprador. Yo estaba más silencioso que un ratón. Luego llamó a la oficina de información de Idlewild para enterarse de la llegada de aviones procedentes de Europa. El de Londres llegaría a su hora. Los de Roma y París venían con retraso.
—No, no está aquí todavía —oí decir a alguien por teléfono—. Todavía está oscuro ahí al lado.
El corazón me latía a toda velocidad. Entonces mi teléfono empezó a sonar y conté doce timbrazos antes de que cesara.
—Estoy seguro, seguro —dijo el hombre del despacho contiguo—. Está sonando su teléfono y no contesta, no es más que un solitario hijo de puta en busca de trabajo. Adelante, adelante, te digo. No tengo tiempo de ir ahí. Vamos… Siete, ocho, tres, cinco, siete, siete.
Cuando colgó, fui hasta la puerta, la abrí, la cerré, encendí las luces, moví los percheros, silbé una canción, me dejé caer pesadamente en la silla ante mi escritorio y marqué el primer número de teléfono que se me pasó por la cabeza. Era el de un antiguo amigo, Burt Howe, que exclamó al oír mi voz:
—Hakie, ¡te he estado buscando por todas partes! Seguro que levantaste el campamento y te escabulliste.
—Sí —respondí.
—Te escabulliste —repitió Howe—. Te has esfumado. Pero de lo que quería hablarte es de ese negocio que pensé que podría interesarte. Es un chollo, pero no te llevará más de tres semanas. Tan sencillo como un robo. Son crédulos, estúpidos y están forrados: es como robar.
—Sí —dije.
—Bueno, entonces, ¿podemos vernos a las doce y media para comer en Cardin y que te dé los detalles?
—De acuerdo —respondí con voz ronca—. Muchas gracias, Burt.
—Fuimos a la cabaña el domingo —estaba diciendo el hombre del despacho vecino cuando yo colgué—. A Louise le picó una araña venenosa. El médico le puso una inyección. Se pondrá bien. —Marcó otro número y repitió—: Fuimos a la cabaña el domingo. A Louise le picó una araña venenosa…
Era posible que un hombre cuya mujer ha sido mordida por una araña y que disponga del tiempo necesario llame a tres o cuatro amigos para contárselo, y era asimismo posible que la araña fuese una frase cifrada de advertencia o conformidad con determinado negocio ilícito. Lo que me atemorizaba era el hecho de que, habiéndome convertido en un ladrón, me parecía verme rodeado de ladrones y estafadores. Mi ojo izquierdo repitió el tic, y la incapacidad de una parte de mi conciencia para resistir al asedio de los reproches que me formulaba otra vez me obligaron a buscar desesperadamente a alguien a quien se pudiese censurar. Muchas veces había leído en los periódicos que el divorcio conduce en ocasiones al delito. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía alrededor de cinco años. Era una buena pista que en seguida me condujo a otra mejor.
Mi padre se fue a vivir a Francia después del divorcio y no lo vi durante diez años. Luego escribió a mamá pidiéndole permiso para verme y ella preparó el encuentro diciéndome lo borracho, cruel y obsceno que era el viejo. Transcurría el verano y estábamos en Nantucket, y yo cogí solo el vapor y fui a Nueva York en tren. Me reuní con mi padre en el Plaza a primera hora de la noche, aunque no tan temprano como para que no hubiese empezado ya a beber. Con el agudo y sensible olfato de un adolescente, olí su aliento a ginebra y noté que se golpeaba contra una mesa y que a veces repetía sus palabras. Pensé más tarde que aquella cita debió de ser agotadora para un hombre de su edad, sesenta años. Cenamos y luego fuimos a ver Roses of Picardy. Tan pronto como salieron las coristas, me dijo que podría acostarme con la que me apeteciese; había resuelto todos los trámites. Incluso podría elegir a una de las bailarinas solistas. Ahora bien, si yo hubiera pensado que él había cruzado el Atlántico para prestarme aquel servicio habría sido distinto, pero sentí que había hecho el viaje con objeto de causar un perjuicio a mi madre. Yo estaba asustado. El espectáculo se desarrollaba en uno de esos teatros anticuados que parecen sostenerse gracias a los ángeles. Ángeles de un color pardo dorado sujetaban el techo; sostenían los palcos; incluso se habría dicho que eran el soporte de un anfiteatro que daba asiento a cuatrocientas personas. Pasé mucho tiempo mirando a aquellos polvorientos ángeles dorados. Si el techo del teatro hubiera caído sobre mi cabeza, habría sentido alivio. Después de la función volvimos al hotel para lavarnos antes de reunimos con las chicas, y el hombre se tendió en la cama durante un minuto y empezó a roncar. Cogí su cartera, que contenía cincuenta dólares, dormí en la estación Grand Central y me volví temprano a Woods Hole. Así pues, todo aquel asunto se explicaba, incluso la violencia de la emoción que había experimentado en el vestíbulo superior de los Warburton; había estado reviviendo aquella escena acaecida en el Plaza. No fue culpa mía que entonces hubiera robado, ni tampoco lo fue cuando acudí a casa de mis vecinos. ¡Fue culpa de mi padre! Entonces recordé que estaba enterrado en Fontainebleau desde hacía quince años, y ahora no sería mucho más que polvo.
Fui al servicio de hombres, me lavé las manos y la cara y me peiné hacia atrás con cantidad de agua. Era hora de salir a almorzar. Pensé con inquietud en la comida que me esperaba y, al preguntarme por qué, reparé con asombro en que se debía al libre empleo que Burt Howe daba a la palabra «robar». Confié en que no siguiera usándola.
En cuanto esta idea revoloteó por mi mente en los servicios, la contracción de mi ojo pareció extenderse hasta la mejilla; era como si el verbo estuviese hincado en el idioma inglés como un anzuelo envenenado. Yo había cometido adulterio, y la palabra «adúltero» no poseía fuerza para mí; me había emborrachado, y el vocablo «borrachera» carecía de un poder extraordinario. Sólo el término «robar» y su cortejo de sustantivos, verbos y adverbios poseían la facultad de tiranizar mi sistema nervioso, como si yo hubiera desarrollado inconscientemente cierta doctrina en la que el acto de hurtar cobrase preeminencia sobre los demás pecados que se enumeran en los Diez Mandamientos, y fuese signo de muerte moral.
El cielo estaba oscuro cuando salí a la calle. Las luces fulguraban por todas partes. Miré al rostro de la gente que se cruzaba conmigo en busca de alentadoras señales de honradez en un mundo tan corrompido, y en la Tercera Avenida vi a un joven con una taza de hojalata que mantenía los ojos cerrados para aparentar ceguera. El sello de la ceguera, la impresionante inocencia de la parte superior de una cara, se veía desmentido por el ceño fruncido y las patas de gallo de los ojos de un hombre que era capaz de ver su bebida en el bar. Había otro mendigo ciego en la calle Cuarenta y Uno, pero no examiné sus cuencas oculares porque advertí que no podía certificar la autenticidad de cada mendigo urbano.
Cardin es un restaurante para hombres situado en una de las calles cuarenta. La agitación y el bullicio del vestíbulo me volvieron retraído, y la chica del guardarropa, al reparar (me imagino) en el tic de mi ojo, me dirigió una mirada hastiada.
Burt estaba ya en la barra, y después de haber pedido las bebidas hablamos directamente de negocios.
—Para un asunto como éste deberíamos vernos en un callejón trasero —dijo—, pero se trata de un primo, su dinero y demás. Son tres críos. Uno de ellos es P. J. Burdette, y entre los tres tienen un millón limpio para tirarlo por ahí. Está visto que alguien va a robárselo, así que lo mismo puedes ser tú.
Coloqué una mano sobre el lado izquierdo de mi cara para tapar el tic. Al tratar de llevarme el vaso a la boca, me derramé ginebra sobre el traje.
—Los tres acaban de salir de la universidad —prosiguió Burt—. Y los tres tienen tan llenos los bolsillos que si los dejas sin blanca ni siquiera lo notarán. Pues bien, para participar en este atraco lo único que tienes que hacer es…
Los servicios estaban al otro extremo del restaurante, pero fui hasta allí. Llené el lavabo de agua fría y hundí en él la cabeza y la cara. Burt me había seguido hasta los lavabos. Mientras me secaba con una toalla de papel, dijo:
—En serio, Hakie, no iba a decirte nada, pero ahora que te has puesto malo, por lo menos puedo decirte que tienes un aspecto pésimo. Te aseguro que me di cuenta de que algo no andaba bien nada más verte. Sólo quería decirte que, sea lo que sea, whisky, droga o problemas en casa, es mucho más tarde de lo que crees, y quizá deberíamos hacer algo al respecto. No me guardes rencor por decirte esto.
Respondí que estaba enfermo, y aguardé en el retrete el tiempo suficiente para que Burt se largara. Luego recogí mi sombrero y coseché otra mirada de hastío de la chica del guardarropa y, sentado en una silla, leí en el periódico de la tarde que unos ladrones de banco habían huido en Brooklyn con dieciocho mil dólares.
Paseé por las calles preguntándome cómo me convertiría en carterista y ladrón de bolsos, y los arcos y las agujas de la catedral de San Patricio sólo me recordaron los cepillos de limosnas para los pobres. Cogí el acostumbrado tren a casa, contemplando por la ventanilla el apacible paisaje y el primaveral atardecer, y me pareció que los pescadores y los bañistas aislados y los vigilantes de los pasos a nivel, los que jugaban a la pelota en los solares y los amantes no avergonzados de su diversión, los propietarios de pequeñas embarcaciones y los hombres que jugaban a las cartas en los parques de bomberos eran quienes remendaban los grandes agujeros que hacían en el mundo las personas como yo.
Christina es de esas mujeres que cuando la secretaria de la asociación de ex alumnos de su universidad le pide que describa su posición social, se marea pensando en la diversidad de sus actividades y sus intereses. ¿Y qué tiene que hacer en un día determinado, haciendo una excepción aquí y allá? Me lleva en coche al tren. Manda reparar los esquís. Reserva una pista de tenis. Compra el vino y la comida para la cena mensual de la Société Gastronomique du Westchester Nord. Consulta alguna que otra definición en el Larousse. Asiste a un simposio de la Liga de Mujeres Votantes acerca del alcantarillado. Va a un almuerzo de gala en honor de la tía de Bobsie Neil. Arranca las malas hierbas en el jardín. Plancha el uniforme de la asistenta. Pasa a máquina dos páginas y media de su periódico sobre las primeras novelas de Henry James. Vacía los cubos de basura. Ayuda a Tabitha a preparar la cena de los niños. Practica con Ronnie el bateo de béisbol. Se riza el pelo con horquillas. Trae una cocinera a casa. Me espera en la estación. Se baña. Se viste. Recibe a sus invitados en francés a las siete y media. Dice «bonsoir» a las once. Descansa en mis brazos hasta las doce. ¡Eureka! Cabría afirmar que es orgullosa, pero yo creo que es únicamente una mujer que se divierte en un país próspero y joven. Sin embargo, cuando vino a buscarme al tren aquella noche, me resultó difícil estar a la altura de su gran vitalidad.
Aunque no me hallaba en condiciones de hacerlo, tuve la mala suerte de que tocara hacer la colecta en la comunión matutina del domingo. Respondí a las piadosas miradas de mis amigos con una sonrisa muy torva, y después me arrodillé junto a la sucia vidriera ojival que parecía hecha a base de culos de botellas de vermut y borgoña. Me arrodillé sobre un cojín de imitación de cuero, donado por algún gremio o auxiliar para reemplazar a uno de los raídos de color marrón que al empezar a abrirse por las costuras y a enseñar mechones de paja, hacía que todo el local oliese como un viejo pesebre. El olor de paja y flores, el resplandor de la vela y los cirios cuya llama vacilaba ante el aliento del párroco, así como la humedad de aquel edificio de piedra con mala calefacción, me resultaban muy familiares y pertenecían a mi infancia en igual medida que los rumores y los aromas de una cocina o una guardería, y, no obstante, aquella mañana eran tan intensos que me sentí mareado. Entonces percibí en el zócalo, a mi derecha, el roer de unos dientes de rata que perforaban como un taladro el duro roble.
—Santo, Santo, Santo —dije en voz muy baja, con la esperanza de espantar al animal—. ¡Señor de los ejércitos, el cielo y la tierra están llenos de tu gloria!
La reducida congregación murmuró amén con un rumor como de pisadas, y la rata se escabulló corriendo a lo largo del zócalo. Y entonces —quizá porque estaba demasiado absorto por el chirrido de los dientes de la rata, o tal vez porque el olor a humedad y paja resultaba soporífero—, alcé los ojos que había cobijado con ambas manos, vi que el oficiante bebía del cáliz y caí en la cuenta de que yo no había comulgado.
Una vez en casa, hojeé el periódico dominical buscando reseñas de nuevos robos, y comprobé que abundaban. Habían saqueado bancos, vaciado de joyas las cajas de caudales de algunos hoteles, atado a sillas de cocina a mayordomos y sirvientas, robado partidas de pieles y diamantes industriales, irrumpido en comercios de comida preparada, estancos y casas de empeño, y alguien se había llevado un cuadro del Instituto de Arte de Cleveland. A última hora de la tarde, salí al jardín y recogí las hojas muertas con el rastrillo. ¿Qué mayor penitencia que limpiar el césped de los desechos del oscuro otoño bajo los rayados y pálidos cielos de la primavera?
Mientras rastrillaba, se acercaron mis hijos.
—Los Tobler están jugando al softball —dijo Ronnie—. Todo el mundo está allí.
—¿Por qué no vais a jugar? —pregunté.
—No se puede si no te han invitado —contestó Ronnie por encima del hombro, y luego se marcharon.
Entonces reparé en que se oían los vítores del partido al que no nos habían invitado. Los Tobler vivían al final de la manzana. Las alegres voces parecían volverse cada vez más nítidas a medida que se hacía de noche; incluso pude oír el ruido del hielo chocando contra los vasos y las voces femeninas que se alzaban con débil regocijo.
Me pregunté por qué no nos habrían invitado a jugar en casa de los Tobler. ¿Por qué nos habían excluido de aquellos placeres sencillos, aquella alegre reunión, de las risas, las voces y los portazos que parecían brillar en la oscuridad al haberme negado mi participación en el bullicio? ¿Por qué no me habían pedido que fuese a jugar a su casa? ¿Por qué el éxito social —la escalada, en realidad— excluía a un buen tipo como yo de un partido de softball? ¿Qué clase de mundo era aquél? ¿Por qué tenían que dejarme solo recogiendo hojas muertas al atardecer —como de hecho estaba— invadido de tanta tristeza, abandono y soledad que mi cuerpo tiritaba?
Si hay alguien a quien detesto, es al sentimental sin personalidad: a toda esa gente melancólica que debido a un exceso de piedad por los demás desconocen el estremecimiento de su propia esencia y se deslizan por la vida sin identidad, como brumas humanas, compadeciendo a todo el mundo. El mendigo sin piernas de Times Square, con su humilde exposición de lápices, la anciana pintarrajeada que habla a solas en el metro, el exhibicionista de los urinarios públicos, el borracho tirado en la escalera del metro, toda esa gente suscita algo más que piedad: son, de golpe, la suma de todos los desventurados. Los desechos humanos parecen pisotear sus propias almas malogradas, dejándolas al crepúsculo en un estado muy similar a la escena de un motín carcelario. Decepcionados de sí mismos, están siempre dispuestos a desilusionarse de los demás, y erigirán ciudades enteras, creaciones completas, firmamentos y principios sobre los cimientos de una decepción bañada en lágrimas. De noche, en la cama, pensarán tiernamente en el apostante que ha perdido una fortuna al extraviar el boleto ganador, en el gran novelista cuya obra magna fue quemada por error al confundirla con basura, y en Samuel Tilden, que perdió la presidencia de Estados Unidos por culpa de las trampas del colegio electoral. Y como yo detesto semejante compañía, me resultaba doblemente doloroso apiadarme de mí mismo. Y al ver un cornejo desnudo bajo la luz de las estrellas, pensé: ¡Qué triste es todo!
El miércoles fue mi cumpleaños. Me acordé a media tarde, en la oficina, y la idea de que Christina pudiera estar planeando una fiesta sorpresa me hizo pasar de la posición sedente a la vertical, sin aliento. Después llegué a la conclusión de que ella no lo haría. Pero los meros preparativos de los niños me suponían un problema emotivo: ignoraba la forma de afrontarlos.
Me marché temprano del despacho y tomé dos copas antes de coger el tren. Christina parecía muy contenta cuando fue a buscarme a la estación, y yo puse muy buena cara a pesar de mi inquietud. Los niños se habían puesto ropa limpia y me desearon feliz cumpleaños con tal fervor que me sentí horriblemente mal. Sobre la mesa había un montón de regalitos, sobre todo cosas hechas por los niños: gemelos confeccionados con botones, un bloc de notas y otras cosas por el estilo. Creí estar bastante alegre, teniendo en cuenta las circunstancias, y saqué fotos, me puse mi ridículo sombrero, apagué de un soplo las velas de la torta y di las gracias a todos, pero al parecer todavía había otro regalo —el gran regalo—, y después de cenar me dejaron en casa mientras Christina y los niños salían afuera, y luego entró Juney, me sacó al jardín y me llevó a la parte de atrás de la casa, donde estaban todos. Apoyada contra la pared había una escalera extensible de aluminio con una tarjeta y una cinta atada a ella, y yo dije, como si me hubieran dado un golpe:
—¿Qué diablos significa esto?
—Pensamos que la necesitabas, papá —dijo Juney.
—¿Para qué necesito una escalera? ¿Qué os creéis que soy, el dependiente de una librería?
—Contraventanas —dijo Juney—. Cortinas…
Me volví hacia Christina.
—¿He estado hablando en sueños?
—No —contestó ella—. No has hablado en sueños.
Juney comenzó a lloriquear.
—Podrás quitar las hojas de los canalones para la lluvia —dijo Ronnie. Los dos chicos me miraban con cara larga.
—Por lo menos tienes que reconocer que es un regalo muy poco habitual —le dije a Christina.
—¡Santo Dios! —exclamó ella—. Vamos, niños. Vamos.
Estuve dando vueltas por el jardín hasta después de oscurecer. Las luces se encendieron en el piso de arriba. Juney seguía llorando, y Christina le cantaba. Luego se calló. Esperé hasta que se encendió la luz de nuestro dormitorio, y al cabo de un rato subí la escalera. Christina estaba en camisón, sentada ante su tocador, y en sus ojos había gruesas lágrimas.
—Tienes que tratar de comprender… —dije.
—Aunque quisiera, no podría. Los niños han estado ahorrando durante meses para comprarte ese chisme.
—Tú no sabes por lo que he pasado.
—Aunque lo hubieras pasado peor que en el infierno, no te lo perdonaría. No te ha ocurrido nada que pueda justificar tu conducta. La han tenido escondida una semana en el garaje. ¡Son tan encantadores!
—No me he sentido yo mismo últimamente.
—No me digas a mí que no te has sentido tú mismo —replicó—. He estado esperando que te marchases esta mañana y he temido que volvieras a casa esta noche.
—No me he portado tan rematadamente mal.
—Peor aún —dijo ella—. Has sido brusco con los niños, odioso conmigo, grosero con tus amigos, y malvado a sus espaldas. Peor imposible.
—¿Quieres que me vaya?
—Oh, Señor, ¿si quiero que te vayas? Volvería a respirar.
—¿Qué hacemos con los niños?
—Pregúntaselo a mi abogado.
—Entonces, me iré.
Bajé a la sala y me dirigí a donde guardábamos las maletas. Al sacar la mía descubrí que el cachorro de los niños había mordido la correa de cuero hasta desatarla por uno de los lados. Cuando intentaba buscar otra maleta, todas las demás se me cayeron encima, magullándome. Arrastré tras mis pasos hasta el dormitorio la maleta con su larga correa colgando. «Mira —dije—. Mira esto, Christina. El perro se ha comido la correa de mi maleta.» Ni siquiera levantó la cabeza.
—He invertido veinte mil dólares al año en esta casa durante diez años —grité—, ¡y cuando llega la hora de marcharme ni siquiera tengo derecho a una maleta decente! Todo el mundo tiene una. Hasta el gato tiene una buena bolsa de viaje.
Abrí bruscamente mi armario y sólo encontré cuatro camisas limpias.
—¡No tengo camisas limpias ni para una semana! —grité.
A continuación reuní unas cuantas cosas, me calé el sombrero y salí. Por un instante pensé incluso en llevarme el coche; fui al garaje y le eché un vistazo. Entonces vi el letrero que rezaba se vende, y que había colgado de la casa cuando la compramos mucho tiempo atrás. Desempolvé el letrero, cogí un clavo y una piedra, rodeé la casa hasta la entrada delantera y clavé en un arce el rótulo se vende. Después me fui a pie hasta la estación. Está como a dos kilómetros. La larga correa de cuero iba arrastrándose a mi espalda; me detuve y traté de cortarla, pero no lo conseguí. Al llegar a la estación, descubrí que el próximo tren no pasaba hasta las cuatro de la mañana. Decidí esperar. Me senté sobre la maleta y aguardé cinco minutos. Luego desanduve el camino a casa. A mitad del trayecto vi a Christina, que bajaba la calle con una camisa, suéter y zapatos de lona —las cosas que más rápido se pone uno encima, pero eran prendas estivales—, volvimos juntos a casa y nos acostamos.
El sábado jugué al golf, y aunque el partido terminó tarde, quise darme un baño en la piscina del club antes de volver a casa. En la piscina no había nadie, aparte de Tom Maitland. Es un hombre de piel morena y bien parecido; muy rico, pero muy callado. Parece introvertido. Su esposa es la mujer más obesa de Shady Hill, y a nadie le gustan gran cosa sus hijos, y creo que es el tipo de hombre cuyas fiestas, amistades, asuntos amorosos y negocios descansan a modo de intrincada superestructura —castillo de naipes— sobre la melancolía de su primera juventud. Un soplo podría derrumbarlo todo. Casi había anochecido cuando dejé de nadar; el local del club tenía las luces encendidas y se oían los ruidos de la cena en el pórtico. Maitland estaba sentado al borde de la piscina y columpiaba los pies en el agua de color azul intenso, que olía a cloro del mar Muerto. Yo me estaba secando y, al pasar junto a él, le pregunté si no pensaba bañarse.
—No sé nadar —dijo.
Sonrió, desvió de mí los ojos y contempló el agua inmóvil y reluciente de la piscina en el oscuro paisaje.
—Teníamos una piscina en casa —prosiguió—, pero nunca tuve ocasión de nadar en ella. Siempre estaba dando clases de violín.
Y he aquí que aquel hombre de cuarenta y cinco años, millonario como mínimo, ni siquiera era capaz de flotar, y no creo que tuviese tampoco muchas oportunidades de hablar con tanta franqueza como acababa de hacerlo. Mientras me vestía, se asentó en mi cerebro la idea (sin que yo la alentase) de que los Maitland serían mis próximas víctimas.
Pocas noches después, me desperté a las tres de la mañana. Repasé mentalmente los cabos sueltos de mi vida —mamá en Cleveland, la fabrica—, y luego fui al cuarto de baño a encender un cigarrillo antes de recordar que me estaba muriendo de cáncer y dejando a viuda y huérfanos sin un céntimo. Me puse mis zapatillas azules de lona y el resto de la indumentaria, eché una ojeada por las puertas abiertas de los dormitorios de los niños y salí de casa. Estaba nublado. A través de jardines traseros llegué hasta la esquina. Luego crucé la calle y me planté ante el camino de acceso a la casa de los Maitland. Caminaba por la hierba, a la orilla de la grava. La puerta estaba abierta y entré tan excitado y temeroso como cuando estuve en la mansión de los Warburton; bajo la luz tenue me sentía incorpóreo: un fantasma. Me guié por el olfato al subir la escalera hasta donde sabía que estaba el dormitorio y, tras percibir una respiración profunda y ver sobre una silla unos pantalones y una chaqueta, busqué el bolsillo de ésta, pero no había bolsillos. No era una chaqueta de traje; era una de esas de satén brillante que usan los niños. No tenía sentido buscar una cartera en los pantalones de Tom. No la llevaría encima para segar la hierba del jardín. Salí de allí precipitadamente.
No volví a dormirme esa noche; me quedé sentado en la oscuridad pensando en Tom y en Gracie Maitland, en los Warburton y en Christina y en mi propio destino miserable, y en lo distinto que era Shady Hill visto de noche y a la luz del día.
Pero volví a salir la noche siguiente, esta vez al domicilio de los Pewter, que no sólo eran ricos, sino borrachines, y que bebían tanto que no me explicaba cómo podrían oír los truenos en cuanto apagaban las luces. Salí, como de costumbre, poco después de las tres.
Estuve pensando tristemente en mis comienzos: en cómo me engañó aquella pareja de tramposos en un hotel del centro tras una cena de seis platos regados con vino, y mi madre me había dicho muchísimas veces que, si ella no hubiera bebido tantos cócteles antes de aquella famosa cena, yo todavía seguiría en una estrella, a la espera de nacer. Y pensé en mi viejo padre y en aquella noche en el Plaza, en los muslos con cardenales de la campesina de Picardía, en los ángeles de color pardo dorado que sostenían el teatro, y en mi terrible destino. Mientras me encaminaba hacia la casa de los Pewter, se produjo un áspero revoloteo en todos los árboles y jardines, como una corriente de aire sobre un lecho de fuego, y me pregunté cuál sería la causa, hasta que sentí la lluvia sobre mi cara y mis manos, y entonces me eché a reír.
Ojalá pudiera afirmar que un bondadoso león me devolvió al buen camino, o bien un niño inocente, o incluso las notas de la música distante de alguna iglesia, pero no fue más que la lluvia sobre mi cabeza —su fragancia revoloteando hasta mi olfato— la que me mostró la magnitud de mi liberación de los huesos de Fontainebleau y las artes de un ladrón. Había maneras de salir del apuro si me preocupaba por utilizarlas. No estaba atrapado. Yo estaba aquí en la tierra porque yo lo había escogido. Y me tuvo sin cuidado el modo en que me habían sido concedidos los dones de la vida, puesto que los poseía, y los poseí entonces: el vínculo entre las raíces de la hierba húmeda y el vello que crecía en mi cuerpo, el escalofrío de mi mortalidad que había conocido las noches de verano, amando a los niños y mirando dentro del escote del vestido de Christina. Me hallaba ya delante de la casa de los Pewter; alcé la vista hacia la vivienda a oscuras y después di media vuelta y me alejé. Volví a acostarme y tuve agradables sueños. Soñé que navegaba en un barco por el Mediterráneo. Vi unos peldaños de gastado mármol que bajaban hasta el agua, vi el agua misma, azul, salada y sucia. Planté el mástil, icé la vela y empuñé el timón. Pero al hacerme a la mar me pregunté: ¿por qué debía parecer que sólo tenía diecisiete años? No se puede tener todo.
No es, como alguien escribió una vez, el olor del pan de maíz el que nos hace retornar de la muerte; son las luces y las señales del amor y la amistad. Gil Bucknam me telefoneó al día siguiente, me dijo que el viejo estaba agonizando y me preguntó si volvería a ocupar mi puesto de trabajo. Fui a verlo y me explicó que era el viejo quien había pedido mi cabeza, y, por supuesto, me alegré de retornar al hogar de la fábrica.
Lo que no logré entender, mientras bajaba esa tarde por la Quinta Avenida, fue cómo un mundo que parecía tan sombrío podía, en cosa de minutos, tornarse tan agradable. Las aceras parecían brillar y, al regresar en tren a casa, sonreí a aquellas necias muchachas que anunciaban fajas en las vallas del Bronx. A la mañana siguiente me pagaron un anticipo de mi sueldo y, tras adoptar ciertas precauciones respecto a mis huellas digitales, metí novecientos dólares en un sobre y fui andando hasta la casa de los Warburton cuando ya se habían apagado las últimas luces del vecindario. Había estado lloviendo, pero ya había escampado. Las estrellas empezaban a mostrarse. No tenía sentido extremar la prudencia, y rodeé la casa hasta la parte trasera; encontré abierta la puerta de la cocina y dejé el sobre encima de una mesa de la oscura estancia. Cuando comenzaba a alejarme de la casa, un coche de policía aparcó junto a mí y un agente a quien conozco bajó la ventanilla y me preguntó:
—¿Qué está haciendo en la calle a estas horas de la noche, señor Hake?
—Paseando al perro —contesté alegremente. No había perro por ninguna parte, pero no miraron—. ¡Ven aquí, Toby! ¡Vamos, Toby! ¡Qué buen perro! —llamé, y me fui silbando alegremente en la oscuridad.
Acerca del autor.
John Cheever (Quincy, Massachusetts, 27 de mayo de 1912- Ossining, Nueva York, 18 de junio de 1982) fue un autor de relatos y novelista estadounidense, frecuentemente llamado el «Chejov de los barrios residenciales».
Me llamo Johnny Hake. Tengo treinta y seis años. Mido 1,78 en calcetines, peso 64 kilos desvestido, y estoy, por así decirlo, desnudo en este momento y hablando en la oscuridad. Fui concebido en el hotel St. Regis, nací en el hospital presbiteriano, me educaron en Sutton Place, fui bautizado y confirmado en la iglesia de San Bartolomé, y me entrené con los Knickerbocker Greys, jugué al rugby y al béisbol en Central Park, hacía gimnasia en el armazón de los toldos de los bloques de apartamentos del East Side, y conocí a mi mujer (Christina Lewis) en una de esas grandes fiestas en el Waldorf. Serví cuatro años en la marina, ahora tengo cuatro hijos y vivo en un suburbio llamado Shady Hill. Tenemos una hermosa casa con jardín y barbacoa al aire libre, y las noches de verano, sentado allí con los niños y mirando lo que el escote de Christina deja ver cuando se inclina para dar la vuelta a los filetes y echarles sal, o simplemente contemplando las luces del cielo, me estremezco como me estremecen ocupaciones más audaces y peligrosas, y me imagino que eso es lo que significa el dolor y la dulzura de la vida.
Inmediatamente después de la guerra, fui a trabajar con un fabricante industrial, y creí que aquel empleo acabaría convirtiéndose en mi vida. La empresa era patriarcal, es decir, el anciano te ponía a hacer una cosa y luego te cambiaba a otra, llevaba las riendas de cada caballo —el molino de Jersey y la planta de transformación de Nashville— y se comportaba como si hubiese soñado toda su industria en el curso de una siesta. Yo me quitaba del camino del viejo tan ágilmente como podía, y me comportaba en su presencia como si fuese un pedazo de arcilla que él hubiese moldeado con sus propias manos y al que hubiera infundido el fuego de la vida. Era el tipo de déspota que necesitaba una fachada, y en eso consistía el trabajo de Gil Bucknam. Era la mano derecha, la fachada y el pacificador del anciano, y podía negociar cualquier asunto con la humanidad de la que el viejo carecía, pero empezó a faltar a la oficina; al principio un día o dos, luego dos semanas, y posteriormente durante más tiempo. Al volver, alegaba problemas estomacales o vista cansada, aunque se veía de lejos que estaba trastornado. No era tan extraño, puesto que beber como un cosaco era uno de los cometidos que debía cumplir para la empresa. El viejo lo aguantó durante un año, y después vino a mi despacho una mañana y me dijo que me presentara en el apartamento de Bucknam y le comunicara que estaba despedido.
Era una maniobra tan sucia y tortuosa como enviar al botones a poner de patitas en la calle al presidente del consejo de administración. Bucknam no sólo era mi superior, sino que me llevaba muchos años y era un hombre que condescendía a pagarme una copa en cualquier momento, pero así solía proceder el viejo, y yo sabía lo que tenía que hacer. Telefoneé a casa de Bucknam y su mujer me dijo que podría ver a Gil esa tarde. Comí solo y anduve vagando por la oficina hasta eso de las tres; a esa hora salí, y me dirigí andando desde nuestra sede, en el centro de la ciudad, hasta el apartamento de Bucknam, en una de las calles setenta del East Side. Era a principios del otoño —se estaba celebrando el campeonato mundial de béisbol— y una tormenta se cernía sobre la ciudad. Alcancé a oír el estruendo de artillería en las nubes y a olisquear la lluvia cuando llegué al domicilio de Bucknam. Su mujer me hizo pasar, y todas las penalidades del pasado año parecían pintadas en su cara, apresuradamente escondidas por una densa capa de maquillaje. No he visto nunca unos ojos tan apagados; llevaba uno de esos vestidos anticuados con grandes flores estampadas que se usaban en las fiestas al aire libre. (Tenían tres hijos en la universidad, un yate con un marinero a sueldo y muchos otros gastos.) Gil estaba en la cama y la señora Bucknam me llevó al dormitorio. La tormenta estaba ahora a punto de estallar, y todo estaba bañado por una grata semioscuridad tan semejante al alba que más que transmitirnos uno a otro malas noticias parecía que estábamos durmiendo y soñando.
Gil estuvo divertido, adorable, condescendiente, y me dijo que se alegraba muchísimo de verme; había comprado un montón de regalos para mis hijos en su último crucero a las Bermudas, y se había olvidado de enviármelos.
—¿Podrías traer esas cosas, cariño? —preguntó—. ¿Te acuerdas de dónde las pusimos?
Ella volvió a entrar en la habitación con cinco o seis paquetes grandes de aspecto caro y los depositó sobre mis rodillas.
Pienso en mis hijos como un padre afectuoso, y me encanta hacerles regalos. Por eso me entusiasmé. Era una artimaña, desde luego —sospecho que de ella—, una de las muchas que seguramente habría concebido a lo largo del año anterior para que el mundo no se les cayera encima. (Pude advertir que el papel de envolver no era reciente, y al llegar a casa y encontrar dentro unos viejos suéters de cachemira que las hijas de Gil no habían llevado a la universidad y una gorra escocesa con la badana sucia, aumentó mi compasión por los Bucknam en apuros). Con el regazo lleno de obsequios para mis niños y la piedad rezumando por todos mis poros, no me atreví a darle la puntilla. Hablamos del campeonato de béisbol y de ciertos asuntos insignificantes de la oficina, y cuando empezó a llover y se levantó viento ayudé a la señora Bucknam a cerrar las ventanas del apartamento. Después me marché, cogí uno de los primeros trenes y me volví a casa en medio de la tormenta. Cinco días después, Gil Bucknam tomó la decisión de dejar la bebida definitivamente y se presentó en la oficina para sentarse de nuevo a la derecha del anciano patrón; la mía fue una de las primeras cabezas que pidió. Di en pensar que si mi destino hubiera sido ser bailarín de ballet ruso o fabricar piezas de orfebrería, pintar bailarinas Schuhplattler en cajones de escritorio y paisajes sobre conchas de almeja o vivir en algún lugar de marea muy baja como Provincetown, no habría conocido un puñado de gente más extraña que la que conocía en aquella empresa. Y entonces me decidí a volar con mis propias alas.
Mi madre me enseñó a no hablar nunca de dinero cuando el dinero sobra, y por mi parte he sido siempre muy reacio a hablar de él cuando escasea, de modo que apenas puedo referir lo que ocurrió durante los seis meses que siguieron. Alquilé un local para oficina —un cubículo con espacio para un escritorio y un teléfono— y envié cartas, pero rara vez me contestaban, y habría dado lo mismo que el teléfono hubiese estado desconectado, y cuando llegó el momento de pedir dinero prestado, no encontré un lugar donde acudir. Mi madre odia a Christina, y de todas formas no creo que tenga mucho dinero, porque nunca me compró un abrigo o un bocadillo de queso cuando yo era pequeño sin recordarme que el obsequio procedía de su economía.
Tenía muchos amigos, pero aunque mi vida dependiera de ello no podría pedirle a un hombre que me invitara a una copa y darle un sablazo de quinientos billetes; y yo necesitaba más. Lo peor de todo es que no había descrito la situación a mi mujer de una forma adecuada.
En eso pensaba una noche en que nos estábamos vistiendo para ir a cenar a casa de los Warburton, que vivían carretera arriba. Christina estaba sentada ante el tocador, poniéndose los pendientes. Es una mujer hermosa y en la flor de la vida, y su ignorancia de la penuria económica es completa. Posee un grácil cuello, sus senos relucían al alzarse bajo la tela de su vestido y, al observar el deleite saludable y honesto que extraía de la contemplación de su propia imagen, no me atreví a decirle que estábamos arruinados. Ella había endulzado gran parte de mi vida, y al contemplarla renacían en mi interior los manantiales de una clara energía que transformaba en vívidos y alegres la habitación, los cuadros de la pared y la luna que alcanzaba a ver por la ventana. La noticia la haría llorar, estropearía su maquillaje y habitación de huéspedes. Parecía haber tanta verdad en su belleza y en el poder que ella ejercía sobre mis sentidos como en el hecho de que nuestra cuenta bancaria arrojase un saldo negativo.
Los Warburton son ricos, pero no alternan; incluso es posible que les traiga sin cuidado. Ella es una vieja cobarde, y él la clase de hombre que a uno no le hubiera gustado tener como compañero de escuela. Es una mala persona, tiene la voz áspera y una idea fija: la lascivia. Los Warburton siempre están gastando, y por eso hay que hablar de dinero con ellos. El suelo de su vestíbulo es de mármol blanco y negro procedente del antiguo Ritz; su casita de Sea Island está siendo habilitada para el invierno; van en avión a Davos para pasar allí diez días; piensan comprar un par de caballos de monta y están construyendo una nueva ala para su casa. Esa noche llegamos con retraso. Los Meserve y los Chesney ya estaban allí, pero Carl Warburton aún no había llegado y Sheila estaba preocupada.
—Carl tiene que atravesar un barrio horrible para ir a la estación —dijo—, y lleva encima miles de dólares; tengo tanto miedo de que lo atraquen…
Carl llegó por fin a casa, contó un chiste verde a la variada concurrencia y nos sentamos a cenar. Era de esas fiestas en las que todos los presentes se han dado una ducha y puesto sus mejores galas, y en que algún viejo cocinero lleva desde el amanecer pelando champiñones o extrayendo la carne de la concha de los cangrejos. Yo quería pasármelo bien. Ése era mi deseo, pero mis deseos no lograron esa noche hacerme despegar los pies del suelo. Me sentía como cuando mi madre me llevaba de niño, por medio de amenazas y promesas, a una de aquellas fiestas de cumpleaños indescriptiblemente atroces. La reunión se prolongó hasta eso de las once y media, y volvimos a casa. Me quedé un rato en el jardín acabando uno de los puros de Carl Warburton. Era la noche del jueves y mis cheques no serían devueltos hasta el martes siguiente, pero tenía que hacer algo pronto. Christina estaba dormida cuando subí y también a mí me rindió el sueño, pero desperté alrededor de las tres.
Había estado soñando con envolver pan en papel de colores. Había visto en sueños un anuncio a toda página en una revista de difusión nacional: ¡dé un poco de color a su panera! Rebanadas de pan cubrían la página con colores de tonos parecidos a los de las joyas: pan turquesa, pan rubí, pan de color esmeralda. La idea me pareció buena en sueños; me había animado, y verme sumido en la oscuridad del dormitorio fue como si me echaran un jarro de agua fría. Repentinamente entristecido, me puse a pensar en todos los cabos sueltos de mi vida, y así llegué a evocar a mi madre, anciana ya, que vive sola en un hotel de Cleveland. La vi vistiéndose para bajar a cenar en el comedor del hotel. Inspiraba piedad imaginarla así: solitaria y entre extraños. Y, sin embargo, cuando volvió la cabeza, vi que todavía le quedaban algunos dientes afilados en las encías.
Me envió a la universidad, lo dispuso todo para que mis vacaciones transcurrieran en agradables entornos y espoleó mis ambiciones, las mismas que conservo, pero se opuso tenazmente a mi matrimonio, y desde entonces nuestra relación ha sido tirante. A menudo la he invitado a que venga a vivir con nosotros, pero siempre se niega, y siempre con resentimiento. Le envío flores y obsequios, le escribo todas las semanas, pero parece que estas atenciones únicamente sirven para fortalecer su convicción de que mi matrimonio ha sido un desastre para ella y para mí. Luego pensé en las cintas de su delantal, pues cuando yo era niño me parecía que aquellas cintas estaban tendidas sobre los océanos Pacífico y Atlántico; me daban la sensación de que se enlazaban, como estelas de vapor, bajo la mismísima bóveda del paraíso. Entonces la evoqué sin rebeldía ni inquietud; simplemente con la tristeza de comprobar que todos nuestros esfuerzos habían cosechado tan pocas emociones limpias, y que ni siquiera podíamos tomar juntos una taza de té sin remover toda clase de amargos sentimientos. Anhelé corregir aquel estado de cosas, revivir toda la relación con mi madre sobre un trasfondo más sencillo y humano, un marco en el que mi educación no se hubiera cobrado un precio tan alto en emociones malsanas. Quise recrear todo aquel pasado en una Arcadia afectiva en que nuestra conducta fuera diferente, para de este modo poder pensar en ella a las tres de la mañana sin sentimiento de culpa y para ahorrarle soledad y olvido en su vejez.
Me acerqué un poco a Christina, y al entrar en el espacio bañado por su calor sentí de pronto que todo era amable, encantador, pero ella se movió en sueños y se alejó de mi lado. Entonces tosí. Tosí de nuevo. Tosí ruidosamente. No pude contener la tos, salí de la cama, fui al oscuro cuarto de baño y bebí un vaso de agua. Me asomé a la ventana del baño y miré el jardín. Hacía un poco de viento del alba —un rumor lluvioso inundaba el aire— agradable de sentir en la cara. Había unos cigarrillos detrás del retrete y encendí uno para recobrar el sueño. Pero al inhalar el humo me dolieron los pulmones, y de improviso me asaltó el convencimiento de que me estaba muriendo de cáncer.
Había experimentado todo tipo de disparatadas melancolías —nostalgias de países donde jamás había estado, anhelos de ser lo que no podía ser—, pero aquellas fantasías resultaban triviales comparadas con la premonición de mi muerte. Tiré el cigarro al retrete (¡pin!) y enderecé la espalda, pero el dolor en el pecho no hizo sino aumentar, y me persuadí de que el deterioro ya se había iniciado. Mis amigos pensarían en mí cariñosamente, sin duda, y seguramente Christina y los niños me recordarían con amor. Pero luego volví a pensar en el dinero, los Warburton y los cheques sin fondos acercándose a la cámara de compensación, y me pareció que el dinero prevalecía sobre el amor. Había codiciado a algunas mujeres —sucumbido a la envidia, de hecho—, pero me dio la sensación de que nunca había ambicionado a nadie del modo como esa noche anhelaba dinero. Fui al armario de nuestro dormitorio y me puse unos viejos zapatos azules de lona, un par de pantalones y un jersey oscuro. Luego bajé y salí de casa. La luna había salido y no había muchas estrellas, pero el aire de encima de los árboles y los setos rezumaba una luz tenue. Rodeé el jardín de los Trenholme, hollando la hierba sigilosamente, y llegué por el césped a la casa de los Warburton. Aceché los ruidos procedentes de las ventanas abiertas y sólo oí el tictac de un reloj. Subí los peldaños de la escalinata delantera, abrí la puerta de tela metálica y crucé el piso de mármol del antiguo Ritz. Bajo la débil luz nocturna que entraba por las ventanas, la casa parecía una concha, un nautilo modelado para hospedarse a sí mismo.
Oí el ruidito producido por la chapa del collar de un perro, y el viejo cocker de Sheila vino trotando por el vestíbulo. Lo acaricié detrás de las orejas y el animal volvió al sitio donde tenía su cama, gruñó y se quedó dormido. Conocía la casa de los Warburton tan bien como la mía. La escalera estaba alfombrada, pero primero asenté el pie sobre uno de los peldaños para ver si crujía. Luego empecé a subir la escalera. Las puertas de todos los dormitorios estaban abiertas, y en el de Carl y Sheila, donde a menudo había dejado mi abrigo con ocasión de grandes cócteles, capté el sonido de una respiración profunda. Me detuve en la entrada un segundo para orientarme. En la penumbra pude discernir la cama y una chaqueta y un par de pantalones colgados en el respaldo de una silla. Con rápidos movimientos, entré en el cuarto, saqué un abultado billetero del bolsillo interior de la chaqueta y emprendí el camino de vuelta hacia el vestíbulo. Mi violenta emoción tal vez me volvió torpe, porque Sheila se despertó. Oí que decía:
—¿Has oído ese ruido, cariño?
—El viento —murmuró él entre dientes, y se restableció el silencio.
Me hallaba ya a salvo en el vestíbulo, a salvo de todo excepto de mí mismo. Parecía atenazado por un ataque de nervios. Me había quedado sin saliva, mi corazón parecía haber detenido su bombeo, y fuera cual fuese la fuerza que mantenía mis piernas derechas, me había abandonado. Únicamente logré avanzar apoyándome en la pared. Me aferré a la barandilla al bajar la escalera y salí de allí tambaleándome.
Una vez en la oscura cocina de mi casa, bebí tres o cuatro vasos de agua. Debí de permanecer junto al fregadero una media hora o quizá más antes de que se me ocurriera registrar el billetero de Carl. Bajé al sótano y cerré la puerta antes de encender la luz. Había poco más de novecientos dólares. Apagué la luz y regresé a la oscuridad de la cocina. Oh, ¡jamás sospeché que un hombre pudiera ser tan desdichado ni que la mente pudiera abrir tantos compartimentos y anegarlos de remordimiento! ¿Dónde quedaban los riachuelos de truchas de mi juventud y otros inocentes placeres? El olor a cuero quemado de las aguas sonoras y la penetrante fragancia de los bosques tras una lluvia torrencial; o, al rayar el alba, las brisas estivales olorosas al aliento herbáceo de las vacas lecheras —la cabeza puede darte vueltas— y todos los arroyos pletóricos de truchas (o así lo imaginaba en la oscura cocina), nuestro tesoro sumergido. Lloré.
Shady Hills es, como digo, un suburbio, blanco de críticas de los planificadores urbanos, aventureros y poetas líricos, pero si uno trabaja en la ciudad y tiene hijos que criar, no concibo un lugar mejor. Es cierto que mis vecinos son ricos y que en este caso la riqueza significa ocio, pero emplean su tiempo sabiamente. Viajan por el mundo y oyen buena música, y ante un surtido de libros en un aeropuerto, elegirán Tucídides y en ocasiones santo Tomás de Aquino. Instados a construir refugios antiaéreos, plantan árboles y rosas, y sus jardines son espléndidos, radiantes. Si a la mañana siguiente hubiese contemplado desde la ventana de mi cuarto de baño la maloliente ruina de una gran ciudad, posiblemente no habría sido tan violento mi sobresalto como lo fue al recordar lo que había hecho la noche anterior; los fundamentos morales se habían retirado de mi mundo sin alterar un ápice la luz del sol. Me vestí furtivamente —¿qué hijo de la oscuridad desea oír las alegres voces de su familia?— y cogí uno de los primeros trenes. Mi traje de gabardina pretendía reflejar limpieza y honradez, pero yo era una desdichada criatura de pasos descarriados por el rumor del viento. Leí el periódico. En el Bronx habían robado una nómina por valor de treinta mil dólares. Una rica mujer de White Plains había vuelto a casa de una fiesta y se había encontrado con que sus pieles y sus joyas habían desaparecido. Se habían apoderado de sesenta mil dólares en medicinas de un almacén de Brooklyn. Me sentí mejor al comprobar lo corriente que era mi delito. Pero solamente un poco, y no por mucho tiempo. Luego hice frente una vez más a la conciencia de que yo era un vulgar ladrón y un impostor, y que había hecho algo tan censurable que violaba los principios de cualquier religión conocida. Había robado y, lo que es peor, había allanado la morada de un amigo y pisoteado todas las leyes no escritas que aseguran la supervivencia de una comunidad. Mi conciencia me picoteó tanto el ánimo —como el duro pico de una ave carnívora— que mi ojo izquierdo se contrajo repentinamente, y una vez más me sentí al borde de un colapso nervioso. El tren llegó a la ciudad y yo fui al banco. Al salir casi me atropella un taxi. No temí por mis huesos, sino por la posibilidad de que encontrasen en mi bolsillo el billetero de Carl Warburton. Cuando creí que nadie me miraba, limpié la cartera con mis pantalones (por las huellas digitales) y la dejé caer en un cubo de basura.
Pensando que un café me sentaría bien, entré en un restaurante y me senté a una mesa en compañía de un desconocido. No habían retirado los manteles de papel ni los vasos de agua medio vacíos, y en el lugar que ocupaba el extraño había una propina de treinta y cinco centavos que había dejado un cliente anterior. Consulté el menú, pero por el rabillo del ojo observé que el desconocido se embolsaba los treinta y cinco centavos. ¡Vaya granuja! Me levanté y salí del restaurante.
Llegué a mi cubículo, colgué el sombrero y el abrigo, me senté ante el escritorio, estiré los puños, suspiré y alcé la mirada como si estuviera a punto de empezar una jornada llena de desafíos y decisiones. No había encendido la luz. Al cabo de un rato ocuparon la oficina de al lado y oí a mi vecino aclararse la garganta, toser, raspar una cerilla y disponerse a atacar los asuntos del día.
Las paredes eran delgadas —mitad cristal esmerilado y mitad madera contrachapada—, y no existía intimidad acústica en aquellos despachos. Busqué en mi bolsillo un cigarro con tanta cautela como la que había desplegado en casa de los Warburton, y aguardé a que un camión que pasaba por la calle hiciese ruido para ahogar el chasquido de mi cerilla. El prurito de la indiscreción se apoderó de mí. Mi vecino estaba tratando de vender por teléfono unas existencias de uranio. Procedía del siguiente modo: primero era cortés, luego grosero: «¿Qué le pasa, Fulano? ¿No quiere ganar un dinerillo?» Después se mostraba muy desdeñoso: «Lamento haberlo molestado. Creí que tendría sesenta y cinco dólares para invertir.» Hizo doce llamadas sin hallar comprador. Yo estaba más silencioso que un ratón. Luego llamó a la oficina de información de Idlewild para enterarse de la llegada de aviones procedentes de Europa. El de Londres llegaría a su hora. Los de Roma y París venían con retraso.
—No, no está aquí todavía —oí decir a alguien por teléfono—. Todavía está oscuro ahí al lado.
El corazón me latía a toda velocidad. Entonces mi teléfono empezó a sonar y conté doce timbrazos antes de que cesara.
—Estoy seguro, seguro —dijo el hombre del despacho contiguo—. Está sonando su teléfono y no contesta, no es más que un solitario hijo de puta en busca de trabajo. Adelante, adelante, te digo. No tengo tiempo de ir ahí. Vamos… Siete, ocho, tres, cinco, siete, siete.
Cuando colgó, fui hasta la puerta, la abrí, la cerré, encendí las luces, moví los percheros, silbé una canción, me dejé caer pesadamente en la silla ante mi escritorio y marqué el primer número de teléfono que se me pasó por la cabeza. Era el de un antiguo amigo, Burt Howe, que exclamó al oír mi voz:
—Hakie, ¡te he estado buscando por todas partes! Seguro que levantaste el campamento y te escabulliste.
—Sí —respondí.
—Te escabulliste —repitió Howe—. Te has esfumado. Pero de lo que quería hablarte es de ese negocio que pensé que podría interesarte. Es un chollo, pero no te llevará más de tres semanas. Tan sencillo como un robo. Son crédulos, estúpidos y están forrados: es como robar.
—Sí —dije.
—Bueno, entonces, ¿podemos vernos a las doce y media para comer en Cardin y que te dé los detalles?
—De acuerdo —respondí con voz ronca—. Muchas gracias, Burt.
—Fuimos a la cabaña el domingo —estaba diciendo el hombre del despacho vecino cuando yo colgué—. A Louise le picó una araña venenosa. El médico le puso una inyección. Se pondrá bien. —Marcó otro número y repitió—: Fuimos a la cabaña el domingo. A Louise le picó una araña venenosa…
Era posible que un hombre cuya mujer ha sido mordida por una araña y que disponga del tiempo necesario llame a tres o cuatro amigos para contárselo, y era asimismo posible que la araña fuese una frase cifrada de advertencia o conformidad con determinado negocio ilícito. Lo que me atemorizaba era el hecho de que, habiéndome convertido en un ladrón, me parecía verme rodeado de ladrones y estafadores. Mi ojo izquierdo repitió el tic, y la incapacidad de una parte de mi conciencia para resistir al asedio de los reproches que me formulaba otra vez me obligaron a buscar desesperadamente a alguien a quien se pudiese censurar. Muchas veces había leído en los periódicos que el divorcio conduce en ocasiones al delito. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía alrededor de cinco años. Era una buena pista que en seguida me condujo a otra mejor.
Mi padre se fue a vivir a Francia después del divorcio y no lo vi durante diez años. Luego escribió a mamá pidiéndole permiso para verme y ella preparó el encuentro diciéndome lo borracho, cruel y obsceno que era el viejo. Transcurría el verano y estábamos en Nantucket, y yo cogí solo el vapor y fui a Nueva York en tren. Me reuní con mi padre en el Plaza a primera hora de la noche, aunque no tan temprano como para que no hubiese empezado ya a beber. Con el agudo y sensible olfato de un adolescente, olí su aliento a ginebra y noté que se golpeaba contra una mesa y que a veces repetía sus palabras. Pensé más tarde que aquella cita debió de ser agotadora para un hombre de su edad, sesenta años. Cenamos y luego fuimos a ver Roses of Picardy. Tan pronto como salieron las coristas, me dijo que podría acostarme con la que me apeteciese; había resuelto todos los trámites. Incluso podría elegir a una de las bailarinas solistas. Ahora bien, si yo hubiera pensado que él había cruzado el Atlántico para prestarme aquel servicio habría sido distinto, pero sentí que había hecho el viaje con objeto de causar un perjuicio a mi madre. Yo estaba asustado. El espectáculo se desarrollaba en uno de esos teatros anticuados que parecen sostenerse gracias a los ángeles. Ángeles de un color pardo dorado sujetaban el techo; sostenían los palcos; incluso se habría dicho que eran el soporte de un anfiteatro que daba asiento a cuatrocientas personas. Pasé mucho tiempo mirando a aquellos polvorientos ángeles dorados. Si el techo del teatro hubiera caído sobre mi cabeza, habría sentido alivio. Después de la función volvimos al hotel para lavarnos antes de reunimos con las chicas, y el hombre se tendió en la cama durante un minuto y empezó a roncar. Cogí su cartera, que contenía cincuenta dólares, dormí en la estación Grand Central y me volví temprano a Woods Hole. Así pues, todo aquel asunto se explicaba, incluso la violencia de la emoción que había experimentado en el vestíbulo superior de los Warburton; había estado reviviendo aquella escena acaecida en el Plaza. No fue culpa mía que entonces hubiera robado, ni tampoco lo fue cuando acudí a casa de mis vecinos. ¡Fue culpa de mi padre! Entonces recordé que estaba enterrado en Fontainebleau desde hacía quince años, y ahora no sería mucho más que polvo.
Fui al servicio de hombres, me lavé las manos y la cara y me peiné hacia atrás con cantidad de agua. Era hora de salir a almorzar. Pensé con inquietud en la comida que me esperaba y, al preguntarme por qué, reparé con asombro en que se debía al libre empleo que Burt Howe daba a la palabra «robar». Confié en que no siguiera usándola.
En cuanto esta idea revoloteó por mi mente en los servicios, la contracción de mi ojo pareció extenderse hasta la mejilla; era como si el verbo estuviese hincado en el idioma inglés como un anzuelo envenenado. Yo había cometido adulterio, y la palabra «adúltero» no poseía fuerza para mí; me había emborrachado, y el vocablo «borrachera» carecía de un poder extraordinario. Sólo el término «robar» y su cortejo de sustantivos, verbos y adverbios poseían la facultad de tiranizar mi sistema nervioso, como si yo hubiera desarrollado inconscientemente cierta doctrina en la que el acto de hurtar cobrase preeminencia sobre los demás pecados que se enumeran en los Diez Mandamientos, y fuese signo de muerte moral.
El cielo estaba oscuro cuando salí a la calle. Las luces fulguraban por todas partes. Miré al rostro de la gente que se cruzaba conmigo en busca de alentadoras señales de honradez en un mundo tan corrompido, y en la Tercera Avenida vi a un joven con una taza de hojalata que mantenía los ojos cerrados para aparentar ceguera. El sello de la ceguera, la impresionante inocencia de la parte superior de una cara, se veía desmentido por el ceño fruncido y las patas de gallo de los ojos de un hombre que era capaz de ver su bebida en el bar. Había otro mendigo ciego en la calle Cuarenta y Uno, pero no examiné sus cuencas oculares porque advertí que no podía certificar la autenticidad de cada mendigo urbano.
Cardin es un restaurante para hombres situado en una de las calles cuarenta. La agitación y el bullicio del vestíbulo me volvieron retraído, y la chica del guardarropa, al reparar (me imagino) en el tic de mi ojo, me dirigió una mirada hastiada.
Burt estaba ya en la barra, y después de haber pedido las bebidas hablamos directamente de negocios.
—Para un asunto como éste deberíamos vernos en un callejón trasero —dijo—, pero se trata de un primo, su dinero y demás. Son tres críos. Uno de ellos es P. J. Burdette, y entre los tres tienen un millón limpio para tirarlo por ahí. Está visto que alguien va a robárselo, así que lo mismo puedes ser tú.
Coloqué una mano sobre el lado izquierdo de mi cara para tapar el tic. Al tratar de llevarme el vaso a la boca, me derramé ginebra sobre el traje.
—Los tres acaban de salir de la universidad —prosiguió Burt—. Y los tres tienen tan llenos los bolsillos que si los dejas sin blanca ni siquiera lo notarán. Pues bien, para participar en este atraco lo único que tienes que hacer es…
Los servicios estaban al otro extremo del restaurante, pero fui hasta allí. Llené el lavabo de agua fría y hundí en él la cabeza y la cara. Burt me había seguido hasta los lavabos. Mientras me secaba con una toalla de papel, dijo:
—En serio, Hakie, no iba a decirte nada, pero ahora que te has puesto malo, por lo menos puedo decirte que tienes un aspecto pésimo. Te aseguro que me di cuenta de que algo no andaba bien nada más verte. Sólo quería decirte que, sea lo que sea, whisky, droga o problemas en casa, es mucho más tarde de lo que crees, y quizá deberíamos hacer algo al respecto. No me guardes rencor por decirte esto.
Respondí que estaba enfermo, y aguardé en el retrete el tiempo suficiente para que Burt se largara. Luego recogí mi sombrero y coseché otra mirada de hastío de la chica del guardarropa y, sentado en una silla, leí en el periódico de la tarde que unos ladrones de banco habían huido en Brooklyn con dieciocho mil dólares.
Paseé por las calles preguntándome cómo me convertiría en carterista y ladrón de bolsos, y los arcos y las agujas de la catedral de San Patricio sólo me recordaron los cepillos de limosnas para los pobres. Cogí el acostumbrado tren a casa, contemplando por la ventanilla el apacible paisaje y el primaveral atardecer, y me pareció que los pescadores y los bañistas aislados y los vigilantes de los pasos a nivel, los que jugaban a la pelota en los solares y los amantes no avergonzados de su diversión, los propietarios de pequeñas embarcaciones y los hombres que jugaban a las cartas en los parques de bomberos eran quienes remendaban los grandes agujeros que hacían en el mundo las personas como yo.
Christina es de esas mujeres que cuando la secretaria de la asociación de ex alumnos de su universidad le pide que describa su posición social, se marea pensando en la diversidad de sus actividades y sus intereses. ¿Y qué tiene que hacer en un día determinado, haciendo una excepción aquí y allá? Me lleva en coche al tren. Manda reparar los esquís. Reserva una pista de tenis. Compra el vino y la comida para la cena mensual de la Société Gastronomique du Westchester Nord. Consulta alguna que otra definición en el Larousse. Asiste a un simposio de la Liga de Mujeres Votantes acerca del alcantarillado. Va a un almuerzo de gala en honor de la tía de Bobsie Neil. Arranca las malas hierbas en el jardín. Plancha el uniforme de la asistenta. Pasa a máquina dos páginas y media de su periódico sobre las primeras novelas de Henry James. Vacía los cubos de basura. Ayuda a Tabitha a preparar la cena de los niños. Practica con Ronnie el bateo de béisbol. Se riza el pelo con horquillas. Trae una cocinera a casa. Me espera en la estación. Se baña. Se viste. Recibe a sus invitados en francés a las siete y media. Dice «bonsoir» a las once. Descansa en mis brazos hasta las doce. ¡Eureka! Cabría afirmar que es orgullosa, pero yo creo que es únicamente una mujer que se divierte en un país próspero y joven. Sin embargo, cuando vino a buscarme al tren aquella noche, me resultó difícil estar a la altura de su gran vitalidad.
Aunque no me hallaba en condiciones de hacerlo, tuve la mala suerte de que tocara hacer la colecta en la comunión matutina del domingo. Respondí a las piadosas miradas de mis amigos con una sonrisa muy torva, y después me arrodillé junto a la sucia vidriera ojival que parecía hecha a base de culos de botellas de vermut y borgoña. Me arrodillé sobre un cojín de imitación de cuero, donado por algún gremio o auxiliar para reemplazar a uno de los raídos de color marrón que al empezar a abrirse por las costuras y a enseñar mechones de paja, hacía que todo el local oliese como un viejo pesebre. El olor de paja y flores, el resplandor de la vela y los cirios cuya llama vacilaba ante el aliento del párroco, así como la humedad de aquel edificio de piedra con mala calefacción, me resultaban muy familiares y pertenecían a mi infancia en igual medida que los rumores y los aromas de una cocina o una guardería, y, no obstante, aquella mañana eran tan intensos que me sentí mareado. Entonces percibí en el zócalo, a mi derecha, el roer de unos dientes de rata que perforaban como un taladro el duro roble.
—Santo, Santo, Santo —dije en voz muy baja, con la esperanza de espantar al animal—. ¡Señor de los ejércitos, el cielo y la tierra están llenos de tu gloria!
La reducida congregación murmuró amén con un rumor como de pisadas, y la rata se escabulló corriendo a lo largo del zócalo. Y entonces —quizá porque estaba demasiado absorto por el chirrido de los dientes de la rata, o tal vez porque el olor a humedad y paja resultaba soporífero—, alcé los ojos que había cobijado con ambas manos, vi que el oficiante bebía del cáliz y caí en la cuenta de que yo no había comulgado.
Una vez en casa, hojeé el periódico dominical buscando reseñas de nuevos robos, y comprobé que abundaban. Habían saqueado bancos, vaciado de joyas las cajas de caudales de algunos hoteles, atado a sillas de cocina a mayordomos y sirvientas, robado partidas de pieles y diamantes industriales, irrumpido en comercios de comida preparada, estancos y casas de empeño, y alguien se había llevado un cuadro del Instituto de Arte de Cleveland. A última hora de la tarde, salí al jardín y recogí las hojas muertas con el rastrillo. ¿Qué mayor penitencia que limpiar el césped de los desechos del oscuro otoño bajo los rayados y pálidos cielos de la primavera?
Mientras rastrillaba, se acercaron mis hijos.
—Los Tobler están jugando al softball —dijo Ronnie—. Todo el mundo está allí.
—¿Por qué no vais a jugar? —pregunté.
—No se puede si no te han invitado —contestó Ronnie por encima del hombro, y luego se marcharon.
Entonces reparé en que se oían los vítores del partido al que no nos habían invitado. Los Tobler vivían al final de la manzana. Las alegres voces parecían volverse cada vez más nítidas a medida que se hacía de noche; incluso pude oír el ruido del hielo chocando contra los vasos y las voces femeninas que se alzaban con débil regocijo.
Me pregunté por qué no nos habrían invitado a jugar en casa de los Tobler. ¿Por qué nos habían excluido de aquellos placeres sencillos, aquella alegre reunión, de las risas, las voces y los portazos que parecían brillar en la oscuridad al haberme negado mi participación en el bullicio? ¿Por qué no me habían pedido que fuese a jugar a su casa? ¿Por qué el éxito social —la escalada, en realidad— excluía a un buen tipo como yo de un partido de softball? ¿Qué clase de mundo era aquél? ¿Por qué tenían que dejarme solo recogiendo hojas muertas al atardecer —como de hecho estaba— invadido de tanta tristeza, abandono y soledad que mi cuerpo tiritaba?
Si hay alguien a quien detesto, es al sentimental sin personalidad: a toda esa gente melancólica que debido a un exceso de piedad por los demás desconocen el estremecimiento de su propia esencia y se deslizan por la vida sin identidad, como brumas humanas, compadeciendo a todo el mundo. El mendigo sin piernas de Times Square, con su humilde exposición de lápices, la anciana pintarrajeada que habla a solas en el metro, el exhibicionista de los urinarios públicos, el borracho tirado en la escalera del metro, toda esa gente suscita algo más que piedad: son, de golpe, la suma de todos los desventurados. Los desechos humanos parecen pisotear sus propias almas malogradas, dejándolas al crepúsculo en un estado muy similar a la escena de un motín carcelario. Decepcionados de sí mismos, están siempre dispuestos a desilusionarse de los demás, y erigirán ciudades enteras, creaciones completas, firmamentos y principios sobre los cimientos de una decepción bañada en lágrimas. De noche, en la cama, pensarán tiernamente en el apostante que ha perdido una fortuna al extraviar el boleto ganador, en el gran novelista cuya obra magna fue quemada por error al confundirla con basura, y en Samuel Tilden, que perdió la presidencia de Estados Unidos por culpa de las trampas del colegio electoral. Y como yo detesto semejante compañía, me resultaba doblemente doloroso apiadarme de mí mismo. Y al ver un cornejo desnudo bajo la luz de las estrellas, pensé: ¡Qué triste es todo!
El miércoles fue mi cumpleaños. Me acordé a media tarde, en la oficina, y la idea de que Christina pudiera estar planeando una fiesta sorpresa me hizo pasar de la posición sedente a la vertical, sin aliento. Después llegué a la conclusión de que ella no lo haría. Pero los meros preparativos de los niños me suponían un problema emotivo: ignoraba la forma de afrontarlos.
Me marché temprano del despacho y tomé dos copas antes de coger el tren. Christina parecía muy contenta cuando fue a buscarme a la estación, y yo puse muy buena cara a pesar de mi inquietud. Los niños se habían puesto ropa limpia y me desearon feliz cumpleaños con tal fervor que me sentí horriblemente mal. Sobre la mesa había un montón de regalitos, sobre todo cosas hechas por los niños: gemelos confeccionados con botones, un bloc de notas y otras cosas por el estilo. Creí estar bastante alegre, teniendo en cuenta las circunstancias, y saqué fotos, me puse mi ridículo sombrero, apagué de un soplo las velas de la torta y di las gracias a todos, pero al parecer todavía había otro regalo —el gran regalo—, y después de cenar me dejaron en casa mientras Christina y los niños salían afuera, y luego entró Juney, me sacó al jardín y me llevó a la parte de atrás de la casa, donde estaban todos. Apoyada contra la pared había una escalera extensible de aluminio con una tarjeta y una cinta atada a ella, y yo dije, como si me hubieran dado un golpe:
—¿Qué diablos significa esto?
—Pensamos que la necesitabas, papá —dijo Juney.
—¿Para qué necesito una escalera? ¿Qué os creéis que soy, el dependiente de una librería?
—Contraventanas —dijo Juney—. Cortinas…
Me volví hacia Christina.
—¿He estado hablando en sueños?
—No —contestó ella—. No has hablado en sueños.
Juney comenzó a lloriquear.
—Podrás quitar las hojas de los canalones para la lluvia —dijo Ronnie. Los dos chicos me miraban con cara larga.
—Por lo menos tienes que reconocer que es un regalo muy poco habitual —le dije a Christina.
—¡Santo Dios! —exclamó ella—. Vamos, niños. Vamos.
Estuve dando vueltas por el jardín hasta después de oscurecer. Las luces se encendieron en el piso de arriba. Juney seguía llorando, y Christina le cantaba. Luego se calló. Esperé hasta que se encendió la luz de nuestro dormitorio, y al cabo de un rato subí la escalera. Christina estaba en camisón, sentada ante su tocador, y en sus ojos había gruesas lágrimas.
—Tienes que tratar de comprender… —dije.
—Aunque quisiera, no podría. Los niños han estado ahorrando durante meses para comprarte ese chisme.
—Tú no sabes por lo que he pasado.
—Aunque lo hubieras pasado peor que en el infierno, no te lo perdonaría. No te ha ocurrido nada que pueda justificar tu conducta. La han tenido escondida una semana en el garaje. ¡Son tan encantadores!
—No me he sentido yo mismo últimamente.
—No me digas a mí que no te has sentido tú mismo —replicó—. He estado esperando que te marchases esta mañana y he temido que volvieras a casa esta noche.
—No me he portado tan rematadamente mal.
—Peor aún —dijo ella—. Has sido brusco con los niños, odioso conmigo, grosero con tus amigos, y malvado a sus espaldas. Peor imposible.
—¿Quieres que me vaya?
—Oh, Señor, ¿si quiero que te vayas? Volvería a respirar.
—¿Qué hacemos con los niños?
—Pregúntaselo a mi abogado.
—Entonces, me iré.
Bajé a la sala y me dirigí a donde guardábamos las maletas. Al sacar la mía descubrí que el cachorro de los niños había mordido la correa de cuero hasta desatarla por uno de los lados. Cuando intentaba buscar otra maleta, todas las demás se me cayeron encima, magullándome. Arrastré tras mis pasos hasta el dormitorio la maleta con su larga correa colgando. «Mira —dije—. Mira esto, Christina. El perro se ha comido la correa de mi maleta.» Ni siquiera levantó la cabeza.
—He invertido veinte mil dólares al año en esta casa durante diez años —grité—, ¡y cuando llega la hora de marcharme ni siquiera tengo derecho a una maleta decente! Todo el mundo tiene una. Hasta el gato tiene una buena bolsa de viaje.
Abrí bruscamente mi armario y sólo encontré cuatro camisas limpias.
—¡No tengo camisas limpias ni para una semana! —grité.
A continuación reuní unas cuantas cosas, me calé el sombrero y salí. Por un instante pensé incluso en llevarme el coche; fui al garaje y le eché un vistazo. Entonces vi el letrero que rezaba se vende, y que había colgado de la casa cuando la compramos mucho tiempo atrás. Desempolvé el letrero, cogí un clavo y una piedra, rodeé la casa hasta la entrada delantera y clavé en un arce el rótulo se vende. Después me fui a pie hasta la estación. Está como a dos kilómetros. La larga correa de cuero iba arrastrándose a mi espalda; me detuve y traté de cortarla, pero no lo conseguí. Al llegar a la estación, descubrí que el próximo tren no pasaba hasta las cuatro de la mañana. Decidí esperar. Me senté sobre la maleta y aguardé cinco minutos. Luego desanduve el camino a casa. A mitad del trayecto vi a Christina, que bajaba la calle con una camisa, suéter y zapatos de lona —las cosas que más rápido se pone uno encima, pero eran prendas estivales—, volvimos juntos a casa y nos acostamos.
El sábado jugué al golf, y aunque el partido terminó tarde, quise darme un baño en la piscina del club antes de volver a casa. En la piscina no había nadie, aparte de Tom Maitland. Es un hombre de piel morena y bien parecido; muy rico, pero muy callado. Parece introvertido. Su esposa es la mujer más obesa de Shady Hill, y a nadie le gustan gran cosa sus hijos, y creo que es el tipo de hombre cuyas fiestas, amistades, asuntos amorosos y negocios descansan a modo de intrincada superestructura —castillo de naipes— sobre la melancolía de su primera juventud. Un soplo podría derrumbarlo todo. Casi había anochecido cuando dejé de nadar; el local del club tenía las luces encendidas y se oían los ruidos de la cena en el pórtico. Maitland estaba sentado al borde de la piscina y columpiaba los pies en el agua de color azul intenso, que olía a cloro del mar Muerto. Yo me estaba secando y, al pasar junto a él, le pregunté si no pensaba bañarse.
—No sé nadar —dijo.
Sonrió, desvió de mí los ojos y contempló el agua inmóvil y reluciente de la piscina en el oscuro paisaje.
—Teníamos una piscina en casa —prosiguió—, pero nunca tuve ocasión de nadar en ella. Siempre estaba dando clases de violín.
Y he aquí que aquel hombre de cuarenta y cinco años, millonario como mínimo, ni siquiera era capaz de flotar, y no creo que tuviese tampoco muchas oportunidades de hablar con tanta franqueza como acababa de hacerlo. Mientras me vestía, se asentó en mi cerebro la idea (sin que yo la alentase) de que los Maitland serían mis próximas víctimas.
Pocas noches después, me desperté a las tres de la mañana. Repasé mentalmente los cabos sueltos de mi vida —mamá en Cleveland, la fabrica—, y luego fui al cuarto de baño a encender un cigarrillo antes de recordar que me estaba muriendo de cáncer y dejando a viuda y huérfanos sin un céntimo. Me puse mis zapatillas azules de lona y el resto de la indumentaria, eché una ojeada por las puertas abiertas de los dormitorios de los niños y salí de casa. Estaba nublado. A través de jardines traseros llegué hasta la esquina. Luego crucé la calle y me planté ante el camino de acceso a la casa de los Maitland. Caminaba por la hierba, a la orilla de la grava. La puerta estaba abierta y entré tan excitado y temeroso como cuando estuve en la mansión de los Warburton; bajo la luz tenue me sentía incorpóreo: un fantasma. Me guié por el olfato al subir la escalera hasta donde sabía que estaba el dormitorio y, tras percibir una respiración profunda y ver sobre una silla unos pantalones y una chaqueta, busqué el bolsillo de ésta, pero no había bolsillos. No era una chaqueta de traje; era una de esas de satén brillante que usan los niños. No tenía sentido buscar una cartera en los pantalones de Tom. No la llevaría encima para segar la hierba del jardín. Salí de allí precipitadamente.
No volví a dormirme esa noche; me quedé sentado en la oscuridad pensando en Tom y en Gracie Maitland, en los Warburton y en Christina y en mi propio destino miserable, y en lo distinto que era Shady Hill visto de noche y a la luz del día.
Pero volví a salir la noche siguiente, esta vez al domicilio de los Pewter, que no sólo eran ricos, sino borrachines, y que bebían tanto que no me explicaba cómo podrían oír los truenos en cuanto apagaban las luces. Salí, como de costumbre, poco después de las tres.
Estuve pensando tristemente en mis comienzos: en cómo me engañó aquella pareja de tramposos en un hotel del centro tras una cena de seis platos regados con vino, y mi madre me había dicho muchísimas veces que, si ella no hubiera bebido tantos cócteles antes de aquella famosa cena, yo todavía seguiría en una estrella, a la espera de nacer. Y pensé en mi viejo padre y en aquella noche en el Plaza, en los muslos con cardenales de la campesina de Picardía, en los ángeles de color pardo dorado que sostenían el teatro, y en mi terrible destino. Mientras me encaminaba hacia la casa de los Pewter, se produjo un áspero revoloteo en todos los árboles y jardines, como una corriente de aire sobre un lecho de fuego, y me pregunté cuál sería la causa, hasta que sentí la lluvia sobre mi cara y mis manos, y entonces me eché a reír.
Ojalá pudiera afirmar que un bondadoso león me devolvió al buen camino, o bien un niño inocente, o incluso las notas de la música distante de alguna iglesia, pero no fue más que la lluvia sobre mi cabeza —su fragancia revoloteando hasta mi olfato— la que me mostró la magnitud de mi liberación de los huesos de Fontainebleau y las artes de un ladrón. Había maneras de salir del apuro si me preocupaba por utilizarlas. No estaba atrapado. Yo estaba aquí en la tierra porque yo lo había escogido. Y me tuvo sin cuidado el modo en que me habían sido concedidos los dones de la vida, puesto que los poseía, y los poseí entonces: el vínculo entre las raíces de la hierba húmeda y el vello que crecía en mi cuerpo, el escalofrío de mi mortalidad que había conocido las noches de verano, amando a los niños y mirando dentro del escote del vestido de Christina. Me hallaba ya delante de la casa de los Pewter; alcé la vista hacia la vivienda a oscuras y después di media vuelta y me alejé. Volví a acostarme y tuve agradables sueños. Soñé que navegaba en un barco por el Mediterráneo. Vi unos peldaños de gastado mármol que bajaban hasta el agua, vi el agua misma, azul, salada y sucia. Planté el mástil, icé la vela y empuñé el timón. Pero al hacerme a la mar me pregunté: ¿por qué debía parecer que sólo tenía diecisiete años? No se puede tener todo.
No es, como alguien escribió una vez, el olor del pan de maíz el que nos hace retornar de la muerte; son las luces y las señales del amor y la amistad. Gil Bucknam me telefoneó al día siguiente, me dijo que el viejo estaba agonizando y me preguntó si volvería a ocupar mi puesto de trabajo. Fui a verlo y me explicó que era el viejo quien había pedido mi cabeza, y, por supuesto, me alegré de retornar al hogar de la fábrica.
Lo que no logré entender, mientras bajaba esa tarde por la Quinta Avenida, fue cómo un mundo que parecía tan sombrío podía, en cosa de minutos, tornarse tan agradable. Las aceras parecían brillar y, al regresar en tren a casa, sonreí a aquellas necias muchachas que anunciaban fajas en las vallas del Bronx. A la mañana siguiente me pagaron un anticipo de mi sueldo y, tras adoptar ciertas precauciones respecto a mis huellas digitales, metí novecientos dólares en un sobre y fui andando hasta la casa de los Warburton cuando ya se habían apagado las últimas luces del vecindario. Había estado lloviendo, pero ya había escampado. Las estrellas empezaban a mostrarse. No tenía sentido extremar la prudencia, y rodeé la casa hasta la parte trasera; encontré abierta la puerta de la cocina y dejé el sobre encima de una mesa de la oscura estancia. Cuando comenzaba a alejarme de la casa, un coche de policía aparcó junto a mí y un agente a quien conozco bajó la ventanilla y me preguntó:
—¿Qué está haciendo en la calle a estas horas de la noche, señor Hake?
—Paseando al perro —contesté alegremente. No había perro por ninguna parte, pero no miraron—. ¡Ven aquí, Toby! ¡Vamos, Toby! ¡Qué buen perro! —llamé, y me fui silbando alegremente en la oscuridad.
Acerca del autor.
John Cheever (Quincy, Massachusetts, 27 de mayo de 1912- Ossining, Nueva York, 18 de junio de 1982) fue un autor de relatos y novelista estadounidense, frecuentemente llamado el «Chejov de los barrios residenciales».