El último día


Don Alberto Galindo supo una noche antes que iba a morir. Durante ese día en la mañana hizo algunas visitas a sus amigos y por la tarde se sentó en la sala de su casa pensando en si sería cierta la visión que había tenido la noche anterior y si realmente su muerte estaba cerca. Le contó su visión a su hijo menor, Cristóbal. Extrañado por no ver venir a la muerte por ningún lado, dada su salud de roble, don Alberto salió a la puerta de su casa a observar la calle y decidió dar un paseo por su barrio. Cuando dobló la esquina, una camioneta agrícola manejada por un borracho lo atropelló.

Un golpe en la cabeza fue el mortal. Su hijo Cristóbal fue el único que escuchó el ruido y salió presuroso sólo para encontrarse con la trágica escena. El borracho se había fugado, pero fue a chocar varias cuadras después y fue arrestado. Don Alberto, que tenía 58 años, murió ahí mismo.

Don Alberto tenía tres hijos: Arturo, el mayor; David, el mediano; y Cristóbal, el menor. Todos le profesaban respeto a su padre, aunque Cristóbal era el más rebelde. Arturo ya tenía varios años viviendo en Estados Unidos, donde había hecho vida y familia. Regresó de Los Ángeles justo a tiempo para el sepelio. David era un médico más o menos exitoso y se lamentó no haber estado en el momento del accidente.

Cristóbal les contó en el velorio lo que le había dicho su padre sobre la visión. Arturo recordó que el abuelo Ramón, padre de don Alberto, también había tenido una visión de su propia muerte, o sea que era muy probable que a ellos también les sucediera, tener la visión de la propia muerte una noche antes.

Luego de pasado el velorio y el entierro, los hermanos no volvieron a hablar del tema. Ninguno de ellos creía en los sueños ni en cosas del espíritu. Sólo bastan algunos años de estudio para saber que las supersticiones son cosas de gente de pueblo, y que andar creyendo en el destino no tiene sentido.

No obstante, varios años después, David tuvo la visión. Espantado ante la posibilidad de morir llamó de madrugada a la casa en donde ahora sólo vivían Cristóbal y su madre. Cristóbal atendió la llamada y comprendió lo grave que era la noticia, de inmediato llamó a Arturo y lo puso en alerta, y en pocas horas, viajando desde Los Angeles, estaba en Guatemala. David estaba aterrado y sin saber qué hacer. Con casi 40 años tenía mucho porvenir en el campo médico y le empezaba a ir bien, y ahora esto. Tanto esfuerzo para terminar de todos modos muerto y peor aún, con aviso.

Los hermanos decidieron que iban a enfrentar a la muerte y que estarían con David todo el día, que nadie entraría ni saldría de su casa. Despacharon a su mujer y a sus dos hijos, diciéndoles que hablarían de cosas de hermanos. David sólo iba a tomar agua e ir al baño, no haría nada más, no podían permitir que muriera. Cristóbal recordó una película en donde los protagonistas luchaban contra la muerte, pero que ésta de todos modos ganaba al final. Ya se sabe: todos moriremos algún día, incluyéndonos a usted y a mí, amigo lector. Diariamente desafiamos a la muerte por 24 horas más. Celebramos nuestros cumpleaños sabiendo cuánto tiempo acumulamos en este mundo, pero no siempre caemos en la cuenta de que cada cumpleaños también es un año menos de vida.

Cada uno entretenido en sus propias filosofías esperaba salir triunfante, al menos ese día, sobre la muerte de David. Por momentos parecía que podría ser posible evadirla, ganarle, burlarse de ella una vez más, un día más. Llegaron los tres a las seis de la tarde sin indicios de muerte. Pero entonces ocurrió.

Un niño en la casa de enfrente jugaba con el revólver 38 de su padre. Estaba parado en el techo de la casa, y en un infortunio se le disparó y la bala fue a alojarse en el cráneo de David, que estaba en la sala bebiendo un vaso de agua. La muerte los había derrotado, el cuerpo sin vida de David cayó al suelo sin que nada ni nadie pudiera evitar el fatal destino.

Empeñados como estaban en evadir la muerte, Arturo y Cristóbal cayeron en la cuenta de que no habían tenido tiempo de decirse entre ellos y a David lo mucho que se querían. No había habido tiempo de recordar las bromas infantiles, las anécdotas, los buenos tiempos. Quizá habría sido oportunidad de ser más amables. Acordaron estar atentos para cuando le llegara la visión al primero de ellos no intentar luchar contra el destino, sino procurar hacerse las últimas horas más agradables, despedirse bien, terminar de buenas.

Sin embargo los buenos propósitos que siguen después de las tragedias se olvidan con el tiempo. La rutina y la vida con sus buenos y malos tiempos hacen olvidarse de la inminencia constante de la muerte.

Pasaron varios años. Cristóbal y Arturo, cada uno por su parte, habían planeado varias veces su último día. Se habían cuidado de no contarlo a nadie más, porque no le veían utilidad: todo mundo empezaría a llorar antes de tiempo. Arturo tuvo durante un tiempo el dinero en efectivo para comprar un boleto de avión a Guatemala. Pero después pensó que la mayoría de su gente estaba en Los Angeles y le pidió a Cristóbal que estuviera atento para viajar con su mamá, cuando llegara el día.

A Cristóbal a veces se le venían ideas divertidas al respecto de su último día. Pensaba que podría emborracharse a lo grande y así ni sentiría la muerte, o que invitaría a un montón de prostutitas y hacer una gran fiesta con sus amigos, o que escribiría una larga carta de despedida a sus amigos y amores, o que al fin ese día iría de nuevo a la iglesia, como su madre rogaba tantas veces.

Un día Cristóbal vio en el internet un video de un tipo muy respetado en el campo de la informática, que decía ante un grupo de estudiantes graduandos que había que vivir todos los días como si fuera el último. Lo aplaudían. La gente por lo general aplaude todo lo que a primera vista parece lindo. Pero, pensaba Cristóbal, este tipo siguió trabajando y nadie en su sano juicio, sabiendo que va a morir, va a la oficina a trabajar. Es una estupidez, porque lo que te hace ir a trabajar es que habrá un mañana, o un conjunto de mañanas que te motiva a ir a ganarte la vida.

Cristóbal decidió que su último día lo utilizaría para dar las gracias a todas las personas importantes en su vida. Sin discursos largos, sin apelar a compasiones de compromiso. Sin embargo, lo empezó a hacer cuando murió Arturo. A su madre le había dicho, mama, sos una gran mujer y me siento contento de haberte tenido como madre. Su mamá no pudo reaccionar mucho, debido a su borrachera, sólo dijo un inaudible gracias, y se tomó un sorbo de su whisky. A su mujer, días después, le dijo que ella había sido lo mejor que le había sucedido y que eso no lo podría olvidar nunca. Ella le dijo, sí claro, pero acordáte de traer el papel higiénico y el jabón a la casa.

La llamada de Arturo llegó en una fría madrugada de enero. Madre e hijo partieron hacia Los Angeles, y al llegar al hospital Arturo los recibió con una gran sonrisa. Lloraron los tres en un sólido abrazo, entre la confusión de la alegría de verse y la inminencia de la muerte. Arturo padecía un cáncer terminal y justo abandonaba el hospital en medio de agudos dolores para ir a su casa y morir. Cristóbal sabía que ahora él era el último. Su madre murió un par de años después de Arturo, sin aviso previo, sin mucho escándalo, dignamente.

La visión le llegó a Cristóbal cuando tenía casi 64 años. Se levantó de inmediato, preparó el desayuno para su mujer y para él, cortó una rosa del jardín y la colocó en el florero de la sala. Su mujer no estaba de buenas y no se explicaba la sonrisa idiota de Cristóbal cuando le dijo que estaba linda. Vamos a ver a la nena hoy, le sugirió. Andá vos, yo estoy cansada, viajar 100 kilómetros cuando ella de todos modos vendrá el fin de semana no me parece. Cristóbal partió solo entonces. Su carro fue a estrellarse en una curva a unos tres kiómetros de la casa de su hija.

No sobrevivió.

José Joaquín

Soy José Joaquín y publico mis relatos breves en este sitio web desde 2004. ¡Muchas gracias por leer! Gracias a tus visitas este sitio puede existir.

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