El mundo es un lugar muy injusto porque el humano es egoísta. De no ser así no existirían esos grandes multimillonarios que lo tienen todo, mucho más de lo que puedan gastar en mil vidas, mientras millones no tienen nada.
En medio estamos nosotros, querido lector. También somos egoístas. También nos gustaría ser multimillonarios. Puede ser que tengamos una buena racha y ganemos dinero, pero qué hacemos, gastamos estúpidamente hasta quedarnos sin nada.
Yo viví una niñez muy limitada. Recuerdo haber ido a dormir sin almuerzo ni cena varias veces. Mi hermana, muy inteligente ella, una vez sorprendió a una pareja de ricachones haciendo una multiplicación complicada mentalmente cuando solo tenía seis años. La pareja nos dio una entrada mensual para estudiar y comer y empleó a mis papás. De no haber sido por mi hermana y por esos ricachones, probablemente yo solo sería un ladrón callejero de poca monta. Porque inteligente no fui mucho, pero vivo sí.
No soy yo quien para criticar a los demás. Siempre que pude hice trampa. Copiaba en los exámenes, mentía para que me contrataran en los primeros empleos, etc. Pero eso sí, cuando tocaba demostrar que podía hacer las cosas, siempre las hacía bien. Que las trampas te pueden ayudar, pero no resuelven todo. Hay que demostrar.
El día de mi graduación de bachillerato, en el hotel en donde fue el acto protocolario, tuve un flashazo que me hizo recordar los días en que me iba a dormir sin comer. Creo que esos recuerdos los había borrado sin más, como si nunca hubieran pasado. Tal vez porque dolía.
Durante esas vacaciones antes de entrar a estudiar la universidad, regresé a la casa donde vivía cuando era niño. Era un palomar con varias familias en tres niveles. Seguía casi igual. Una mujer muy flaca me pidió dinero. Con una mano me lo recibió y con otra se llevó un paño a la nariz, probablemente con thinner.
Supuse que en ese lugar habría niños que como yo irían a dormir sin nada en la barriga. Fui a comprar pollo frito y busqué a algún niño que se mirara como yo me sentía en aquella época. No tardé en encontrarlo, le dije que iba de parte de la iglesia de la colonia, que el padre mandaba eso. La gente puede ser pobre y necesitada, pero no es estúpida. Por ahí andan también personas que se roban los niños quién sabe para qué cosas.
Ese día se me ocurrió que el mundo no se puede arreglar, pero que se puede equilibrar al menos por un día, al menos a una familia. Recordé que en la colonia en donde vivía ahora, habían dos casas en las que decían que había un montón de dinero en efectivo que esperaba ser lavado. Era un rumor nomás, que rápidamente acalló la junta directiva del comité de vecinos.
En una de las casas vivía una familia que parecía normal. Padre iba al trabajo todos los días, madre era maestra de un colegio cercano, hijo estudiaba secundaria. Tres días a la semana, una camioneta negra de vidrios polarizados se estacionaba enfrente. Era cuando iban a dejar o traer efectivo.
La estrategia era no llamar la atención y pasar por familia normal, lo cual hacían bien. Hasta donde podía ver desde afuera, no tenían cámaras de seguridad. Así que un domingo que estaban todos fuera, entré a la casa y busqué el supuesto dinero. Era mucho, mucho más del que había visto en mi vida y en los decomisos de la policía que se mira en redes. Estaba en un clóset con llave, que fácilmente se abría con un alambre, como en los videos de Youtube. Eché algunos fajos en mi mochila y salí.
Con ese dinero los fines de semana compraba pollo frito y arroz chino y lo iba a repartir a las familias de algunos palomares. Para que no me negaran la entrada o hubiera sospechas de algo turbio, me hacía acompañar del padre de la iglesia o de alguna monja del convento cercano cada vez que pudiera.
Se me terminó el dinero en tres de meses. Cuando volví a vigilar la casa para ver si podía entrar de nuevo, noté que habían puesto cámaras de seguridad.