Un día decidimos con el Tavo y la Ana que no íbamos a recibir clases. El Tavo consiguió un carro que le prestó un su tío. Todavía recibíamos clases por Zoom por la pandemia pero nos inventamos un trabajo de campo y nuestros papás, aburridos de tenernos en casa todo el día, todos los días, no dijeron nada. Salimos muy temprano al puerto para evitar el tráfico.
Hacía un poco de frío por la mañana, pero el amanecer estuvo muy bonito. Nubes encendidas en anaranjado y música house en una bocina bluetooth nos hicieron sentir bien. Supongo que hay un especial placer en no hacer lo que supuestamente debés hacer por obligación. No se siente igual que salir en fin de semana. Es más liberador.
En la primera gasolinera hubo el primer problema. El carro era un Datsun viejito, chiquito, pero jalador. Ahí nos dimos cuenta de que el radiador tenía una fuga. Alguien nos dio un tipo de pegamento para remendarlo, esperamos una media hora y salimos de nuevo.
La Ana decía a veces que estaba enamorada de los dos y propuso medio en broma medio en serio que le entráramos a una relación poliamorosa. Ella era buena onda y me gustaba, pero a mí no me apetecía entrarle a algo así. Puros clavos iban a ser. El Tavo es buen cuate y él era el que estaba enamorado de ella. Aún así, sin que nada se definiera ni pasara a más, procurábamos estar en el mismo grupo cuando dejaban tareas grupales. De la que yo estaba enamorado en aquel entonces era de la Andrea, que unas veces jugaba a que correspondía y otras pasaba días sin contestar el WhatsApp.
Pasamos a un restaurante a desayunar. No sé por qué tenía yo tanta hambre ese día porque me repetí el plato. No quisimos comprar cerveza porque siendo menores de edad si nos paraba la policía a saber qué íbamos a hacer. Y bueno, solo una vez habíamos tomado una cerveza en lata un día en un almuerzo donde los papás de Ana.
Había un hotel en Monterrico que encontramos muy rápido y pagamos el derecho de entrar a la playa. Ahí estaba el mar, yendo y volviendo sin parar. Nos cambiamos y fuimos corriendo a encontrarlo, entrábamos unos metros y luego dejábamos que nos devolviera. Con una pelota de playa jugamos a hacer chilenas. Después de jugar un buen rato nos cansamos y volvimos al hotel.
Vimos a una familia que iba a la playa, dos niños de unos 8 y 10 años y sus padres. El niño más pequeño se acercó a nosotros y se presentó, se llamaba Sebas. Nos preguntó si queríamos ser sus amigos. Respondimos que por supuesto. Luego nos dijo que como ya éramos amigos teníamos que jugar con él y con su hermano Raúl. Volvimos entonces al mar con nuestro amigo y su familia.
En un momento nos separamos otra vez y nosotros regresamos al hotel. Creo que pedimos cervezas pero nos miraron muy chavos y no nos sirvieron. Nos empezó a dar sueño y entonces pedimos coca cola. De repente oímos gritos de la madre, que al Sebas se lo habían llevado las olas. De un hotel vecino apareció un salvavidas que entró nadando al mar a buscar a nuestro amigo. Lo encontró y lo regresó a la playa. Intentó reanimarlo, llegó la Cruz Roja e intentó algo más, pero el niño había muerto.
Ana lloraba desconsolada mientras me abrazaba. El Tavo y yo no dijimos nada, salvo unos comentarios que cómo había sido posible, que el mar a veces podía ser cruel. De repente el cielo se nubló y comenzó a soplar un viento frío. Sin saber bien qué hacer o decir, dimos el pésame a la familia.
De regreso a la capital hacía una hermosa tarde. Yo me dormí y solo recuerdo al Tavo y al Ana platicando de cómo era de simpático e inteligente Sebas. En lo que restaba del año escolar nunca volvimos a salir. Cuando salimos de vacaciones volvimos a esa misma playa. Ninguno de nosotros iba a la iglesia pero hicimos una oración antes de entrar al mar.
Esa vez no nos topamos con nadie en la playa y ya Ana y el Tavo eran novios.