Le decían la Diabla porque tenía un tatuaje de un diablito sonriente en la parte baja de la espalda. Trabajaba como independiente en un prostíbulo popular en el que las mujeres alquilaban cuarto por día. Se paseaba totalmente desnuda por el patio central cuando no le caían clientes a su cuarto. Algunos en lugar de sentirse atraídos pensaban que estaba loca. A las mujeres no les gustaba que se exhibiera y regaban la bola de que tenía sida.
La Diabla solía alquilar el cuarto número 21, porque decía que ese era su número de la suerte. La conocí porque llegó como clienta cuando yo trabajaba como procurador en un bufete de abogados. Tenía problemas con su documento de identidad, en el que habían puesto mal su nombre. Victoria era su nombre real, pero vos me podés decir Diabla, me dijo. Hablaba mucho y contaba toda su vida si no la interrumpían y era amena para contarla.
Tenía 26 años y un hijo de cuatro, que cuidaba su madre. Era de piernas gruesas y fuertes, tenía pelo negro largo y ojos color café claro. Siempre sonreía. Desde adolescente era trabajadora sexual, salvo dos años en que estuvo casada con un piloto de bus urbano. A su marido lo mataron cuando no pagó la extorsión que cobraba la pandilla. Así que tuvo que volver al trabajo, porque no sabía hacer otra cosa. Contaba todo esto como si estuviera hablando de otra persona, como para defenderse del sentimiento. En la calle hay una tiene que ser dura, decía.
—No mirás pues Chepe, ayer un taxista no me quería pagar y le tuve que dar un pijazo en la cabeza. Y después una es la que los trata mal —llegó contando a gritos un día—. De gratis una no les va a aguantar lo hediondo. Cuando querás llegáte y te hago un buen servicio. Vos te mirás limpio.
Uno de los abogados del bufete tenía un contacto en el registro de personas y el trámite de la Diabla salió en un tiempo aceptable. El último día que llegó al bufete me pidió entrar al baño, era temprano de la tarde y por distintas diligencias nadie más iba a llegar, yo estaba solo. Como tardó para salir me acerqué a la puerta. Estaba llorando, quedo, como no queriendo hacer ruido. Dale Diabla, llorá, le dije desde afuera, no hay nadie.
Estuvo llorando un par de horas. Salió del baño con los ojos hinchados pero bien maquillada. Me dijo que ese día cumplía cuatro años de muerto su marido y no tenía dónde llorar porque a su madre no le gustaba que llorara por el hombre. Se quedó un rato en silencio y yo solo pude decir que lo sentía. Luego respiró profundo se levantó y dijo que tenía que ir a trabajar porque las cuentas no se pagan solas. Muchas gracias Chepito por dejarme llorar, fue lo último que me dijo antes de irse.