Todo iba bien en el viaje a Pana hasta que se murió el Carlos. Se quedó dormido en el carro boca arriba y por el exceso de mota y de cerveza se ahogó en su propio vómito. Fue la primera vez que la muerte me tocó tan de cerca y por estas fechas, cuando comienza a llover, me acuerdo y me pongo triste. Nunca se me va a olvidar el viaje de madrugada de regreso con el Carlos, o su cuerpo quiero decir, a la par mía y cómo, todavía borrachos, bromeábamos como si estuviera vivo.
Era nuestro primer año de universidad y habíamos ganado todas las clases del primer semestre. El Carlos era el único del grupo que tenía carro así que lo designamos como transporte oficial y nos fuimos para Panajachel un viernes al mediodía. Hacía mucho calor. Pasamos a un Super 24 a comprar toda la cerveza que pudimos y en el camino sonaban canciones de Los Kjarkas, Inti-illimani, Les Luthiers y otro montón de grupos sudacas que nos gustaba escuchar. Escuchábamos esa música porque el mismo Carlos nos la había compartido y porque era una manera ingenua de ser rebeldes: todos los demás escuchaban sólo grupos gringos o mexicanos. Algunos escuchaban música europea, pero todo era siempre del hemisferio norte. Nosotros escuchábamos al sur.
El Carlos y yo habíamos tocado marimba en el colegio. Escuchar marimba siendo joven también parece que es ser a la vez anticuado y rebelde. Pero nunca le encontramos sentido a escuchar a aquellos grandes grupos que llenaban estadios y que le gustaban a millones de personas. No tenía sentido creerte único y que te gustara lo que a todos los demás.
Al llegar a Pana buscamos un hotel barato y salimos detrás de Carlos, armados con un cuatro venezolano y una guitarra a conquistar la noche a orillas de lago de Atitlán. El Carlos y yo tocábamos y el Arturo y el Javier se encargaban de aplaudir al final y pasar por las mesas pidiendo dinero en los bares y restaurantes en que nos dejaban tocar. En un par de bares nos invitaron a unas cervezas y en uno de ellos unas gringas se pusieron a bailar con nosotros y se nos pegaron en nuestras andanzas de bar en bar. No recuerdo noche más feliz que esa noche.
Una canción que el Carlos me enseñó esa vez era Pajarillo verde, una canción venezolana. La cantaba tan bien que todo el mundo le pedía que la repitiera. Jenny, la gringa más linda del grupo, ya se sabía la letra cuando regresamos al hotel.
Pajarillo verde cómo no quieres que llore,
pajarillo verde cómo no voy a llorar,
ay, ay, ay, si una sola vida tengo,
pajarillo verde y me la quieren quitar.
El Carlos es uno de los músicos más talentosos que he conocido. Podía aprender un nuevo ritmo en un par de horas y un nuevo instrumento en un par de días. Antes de que lo conociera yo ya era un buen guitarrista.
Habremos regresado al hotel alrededor de las once de la noche y del grupo de gringas sólo había quedado la Jenny, que se había enamorado del Carlos. Pajarillo verde, canta otra vez, decía la Jenny, con sus grandes ojos verdes prendidos en el Carlos. Alrededor de la una de la mañana ya estábamos bien borrachos y pedos y el Javier ya se había ido a dormir. No me acuerdo quién llevó la mota, pero nos pegó un poco bastante.
El Carlos se llevó a la Jenny a su carro y de ahí no regresó. Arturo fue el que despertó a las cuatro de la mañana para ir a orinar y lo llegó a encontrar muerto en el carro. Nos despertó a mí y a Javier y pensamos al principio que estaba delirando y todavía borrachos y pedos fuimos a ver el cuerpo al carro. No había señas de la Jenny. Tratamos inútilmente de darle reanimación cardiopulmonar, pero era ya muy tarde.
El suceso nos espabiló un poco y no sé cómo llegamos a la conclusión de que lo mejor era regresar a la capital y decir que había muerto cerca de su casa. Creo que la borrachera nos impidió ver claro lo que estaba sucediendo. Ninguno lloró y regresamos escuchando la misma música con que habíamos ido a Pana. Y cuando sonó en el radio del carro Pajarillo verde, cantábamos todos, menos el Carlos. Cantá pues Carlitos hombre, decíamos y reíamos, un poco por la peda, un poco por los nervios.
Nos regresamos por la carretera de Godínez, temiendo que la policía o los ladrones nos detuvieran, pero por suerte no sucedió nada. Llegando a San Lucas había un puesto de registro de la policía, y sudamos frío, pero no nos pararon. Empezó a llover una llovizna leve pero tupida que nos acompañó el resto del camino.
Llegamos a la casa de Carlos y estuvimos como media hora decidiendo qué íbamos a decirle al papá, que era un abogado con cara de pocos amigos. Yo toqué el timbre de la casa y le dije lo que había pasado. Él respiró profundo después de escucharme, y dijo que hicimos bien en haberlo llevado. Fue a verlo al carro y lo abrazó muy fuerte. Lloró y gimió, no me podés hacer esto Carlitos, por qué, por qué.
Hasta ahí entendimos lo que había pasado. El padre de Carlos nos pidió que nos fuéramos, que él se iba a encargar de todo. Pedimos un taxi y ni Arturo ni Javier ni yo hablamos nada durante el camino. De los tres yo fui el único que me atreví a ir a la funeraria. Algunos compañeros del colegio me preguntaron qué había pasado y yo me limitaba a decir que había muerto en su carro frente a su casa, no se sabía cómo. No estuve mucho tiempo en la funeraria y procuré ver de lejos el entierro, porque yo incomodaba, cómo no, a los papás de Carlos.
Yo seguí tocando música por algunos años más y a veces cuando la gente respondía bien, volteaba a ver pensando que Carlos estaría ahí, pero nunca estaba.