Una llamada llegó exigiendo una colaboración para el Barrio, una pandilla peligrosa. La voz que llamaba dijo los tres nombres de los hijos de Antonio, quien sudó frío al escucharlos. Sabían a qué hora salían de casa, a qué hora llegaban y además dijo que la Caty era una niña muy linda y que sería una pena que alguien le hiciera daño. La misma voz dijo que conocían su pasado y que ni pensara en hacer denuncia. Antonio conocía muy bien qué era lo que le esperaba porque él mismo, hacía algunos años, hacía esas llamadas.
En su adolescencia Tono, como conocían a Antonio en su colonia, había sido pandillero del Barrio. Era un tipo moderado, que nunca había matado a nadie y en cambio había perdonado algunas vidas. Cuando estuvo en la cárcel por un asalto a mano armada, era uno de los encargados de hacer llamadas para extorsionar a la gente. Le pasaban una lista de teléfonos de casa o de celulares y se pasaba todo el día llamando. Amenazaba con hacer daño, pero nunca se cumplió la amenaza. No había necesidad, la gente con miedo hacía los pagos requeridos. Una y otra vez.
Cuando salió de prisión decidió retirarse de la vida pandillera. Aunque se dice que nadie sale de la pandilla, a algunos los dejan en paz. Al principio pareció que ese era el caso de Tono. Se trasladó a vivir a otro lugar, escondía los pocos tatuajes que tenía y consiguió un empleo como ayudante de bodega gracias a un familiar. Pasó algún tiempo, conoció a una mujer con la que se casó y tuvo tres hijos. Dos varones y una nena. A veces parecía que su pasado lo había perdonado y lo había dejado hacer una vida.
Con el tiempo, Tono hizo negocio con el transporte de muebles. Compró su propio camión y servía a varias fábricas que hacían envíos dentro y fuera de la capital. Sus hijos crecían e iban a colegios privados. La más pequeña era Catalina, que casi sin darse cuenta, estaba a punto de cumplir doce años.
Tono y su familia tenían las dificultades de cualquier hogar de clase media, pero él y su esposa trabajaban duro y hasta habían logrado ahorrar un poco.
Pero esto no iba a durar para siempre. En una de las entregas que hacía se encontró a un ex compañero del Barrio, que lo reconoció inmediatamente. El ex compañero no hizo más que lanzar una mirada amenazante y darle un abrazo, pero Tono sabía que estaba condenado. Dos semanas después del encuentro, recibía la llamada. Lo habían estado vigilando y ahora le exigían dinero para no hacerle daño. Al contrario que en su época de pandillero, estaba seguro de que no saldría ileso.
Al día siguiente de la llamada por la mañana un niño tocó la puerta y le tiró a Tono en la cara un celular, diciendo que debía contestar cuando lo llamaran. La primera llamada llegó a los pocos minutos y le indicó que en una hora lo llamarían para arreglar lo de la entrega del dinero.
Tono llamó un taxi y metió a toda su familia con la ropa que les dio tiempo a meter en una maleta. Los envió a la casa de sus suegros y les dijo que todo iba a estar bien. Caty era la que más lloraba y cuando se alejaba el taxi de la casa se despedía de él con la mano derecha y lágrimas en los ojos, a través del vidrio trasero.
Llegó la segunda llamada, le exigían una cantidad de dinero que no podía pagar. Había tomado algunos tragos de ron para agarrar valor. Les respondió que si querían el dinero tendrían que llegar a su casa por él. Y que tendrían que pelear. Colgó y ya no volvió a responder el teléfono.
La casa sin sus hijos ni su esposa estaba triste. Tono entró a los dormitorios de sus hijos y al observar su ropa se sintió desolado. Su pasado lo estaba alcanzando, no lo había perdonado. Antes de la cárcel había intentado salirse de la pandilla varias veces, pero sus intentos terminaban siempre en grandes palizas de las que todavía tenía algunas cicatrices en el cuerpo.
Poco después de las seis de la tarde, cuando ya empezaba a oscurecer, tocaron a la puerta. Tono alistó un par de cuchillos y un revólver. Venían por él. Somataban insistentemente la puerta. Cuando abrió la puerta, tres sujetos se lanzaron sobre él; luchó por algunos instantes pero no pudo hacer casi nada y rápido lo desarmaron. Los primeros golpes y puñaladas dolieron, pero después se fue como adormeciendo, recordando algunos pasajes de su vida y a su hija Caty, que le decía adiós con la mano derecha y lágrimas en los ojos desde la parte trasera del taxi que se la llevaba.