La Barbie era una morena guapa, de sonrisa enorme, pelo negro largo y una malicia encantadora. Nos conocimos desde pequeños, íbamos al mismo colegio y estábamos en el mismo grado. Siempre se metía en problemas, pero desde pequeña supo que su gracia y belleza la podían sacar de apuros. Su sonrisa era su principal arma. Y por supuesto, siempre me tuvo de su lado como a un pendejo.
Ella jugaba fútbol con los cuates de la cuadra en la calle y cuando la pelota caía en una casa vecina, ella trepaba a la pared, entraba a la casa y volvía con la pelota, si los habitantes de la casa no salían a abrir para devolverla. Lo hacía con tal naturalidad que para nosotros era normal. Una vez un vecino se dio cuenta de que alguien había entrado y cuando salió a la calle me vio con el balón. Me señaló como culpable y se quejó con mis papás. La Barbie dijo que ella había sido, que yo no tenía la culpa, pero nadie le creyó. Estuve castigado dos semanas sin tele ni salir a la calle.
La Barbie me hizo varias tarjetas disculpándose y cuando regresé del castigo me recibió con un abrazo. Teníamos diez años y comenzamos a ser más amigos. Yo iba a su casa a hacer las tareas o a jugar videojuegos. Poco a poco fueron desapareciendo las travesuras de niños y ella se alejó del fútbol de la calle. Un par de años después se fue del vecindario pero seguimos comunicados por internet.
Cuando cumplió quince años sus papás le hicieron fiesta. Ella me pidió que yo fuera su caballero. Quise evadir la invitación pero fue muy insistente y yo a la Barbie no le podía negar nada.
—Bárbara, —le decía—, yo apenas estoy cambiando de voz, voy a hacer el ridículo total.
—No hombre, Rubén, —respondía—, la vamos a pasar bien.
Y en efecto, hice el ridículo total. Yo, un adolescente flaco, con acné y todavía con un poco de cara niño, a la par de una guapa adolescente, casi mujer. Las fotos del evento están en mi galería particular de la vergüenza. Sin embargo, la Barbie se encargó de que la pasáramos bien y en el baile se me olvidó mi calidad de ridículo de la noche. Esa noche, cuando regresé a casa, la extrañé por primera vez.
Seguimos comunicados por internet, pero rara vez nos veíamos. A veces me invitaba a su casa a que la ayudara con matemáticas o física fundamental. Tenía varios enamorados que la llamaban todos los días. Yo siempre pensé que estaba fuera de mi alcance, así que no dije mucho, salvo que siempre estaría de su parte. Tuvo algunos novios, pero tan rápido como se enamoraba los olvidaba. Hasta que llegó Gonzalo, quien cambió la historia.
Conoció a Gonzalo en un evento evento escolar, me contó emocionada por el chat. Ya teníamos dieciocho años los dos. El Gonzo es cool, me dijo. El Gonzo era un rebelde sin causa, hijo de una familia acomodada venida a menos. Su principal afición era entrar sin permiso a casas o apartamentos de ricos y armar fiestas. Tenía contactos que le proveían direcciones y nombres. La Barbie me invitó un par de veces, y la verdad nos la pasamos bien.
La estrategia era sencilla. Debían averiguar bien los nombres de los dueños e identificar bien a los policías privados que abrían los parqueos. Se conseguían las llaves con el personal de limpieza o gente cercana. La encargada de seducir a los policías privados y a las personas de la limpieza era la Barbie. Estuvieron a punto de atraparlos varias veces. También hubo una vez en que uno de los ofendidos ‒el dueño de la casa donde era la fiesta‒ en lugar de denunciarlos se unió a la misma y terminó borracho, cantando música de protesta acompañado de una guitarra desafinada.
Al año siguiente la Barbie dejó al Gonzo. Se puso fastidioso, me dijo. Las fiestas se terminaron.
Cuando al fin superé la adolescencia, invité a salir a la Barbie y en una noche desesperada, le dije que la quería. Se puso a reír a carcajadas, dijo que era una buena broma, que no estaba para esas cosas ahora, que estaba loco, que qué me pasaba, que por qué le decía esto ahora, que era un idiota. Tenía que hacerlo Barbie, le respondí. Hablaba rápido, se puso agitada y me dijo que me largara. Al día siguiente me llamó para disculparse, pero ella no quería pensar en nada de eso ahora.
Después de eso nos distanciamos durante algunos meses. Ella retomó el contacto y hubo un acuerdo tácito de no mencionar el suceso. Me contó que su padre se había metido a unas deudas muy grandes y que no sabían qué hacer. Ya encontrarás cómo resolverlo, le dije, si necesitás de mí estoy a la orden, Barbie. Poco tiempo después me llamó para que la llevara a hacer una diligencia.
Llegué por ella a su casa en mi carro y fuimos a un edificio de apartamentos y me quedé en la calle esperando. Unos minutos después ella salió sonriente con una maleta, se subió al carro y me dijo que la fuera a dejar de regreso a casa. No preguntés qué llevo, Rubén, por favor.
Lo que hacía la Barbie era entrar a los apartamentos y a las casas de ricos de las fiestas de antes, pero ahora ya no a fiestear, sino a robar lo que pudiera. Con su gracia y belleza podía inventarse lo que quisiera y así no forzaba ninguna puerta, ni tenía que lastimar a nadie. Los mismos dueños le daban a veces la llave, bajo el engaño de la limpieza o algún servicio necesario. Lo sospeché al principio, pero no fue sino hasta hace poco que ella me contó todo. Robaba para juntar lo de las deudas de su padre. La mala suerte fue que en último golpe, con el cual terminaría sus andanzas y saldaría las deudas, la atraparon.
Del arresto de la Barbie me enteré de la peor forma. Salió su foto en una noticia de la web con el titular “joven mujer arrestada por robar en apartamentos”. Los comentarios de los hombres no se hicieron esperar porque salía bonita en la foto. Había entrado a un edificio con un par de cómplices y habían vaciado varios apartamentos. Los agarraron con las manos en la masa. Fui a tribunales a buscar su caso y encontré el juzgado que le tocaba a su caso. Cada vez que había audiencia yo iba a verla, hasta que me pidió que no lo hiciera.
Como no habían agravantes de violencia y fueron pocos los robos que le comprobaron, no pasó mucho tiempo en la cárcel. La fui a ver algunas veces, no muchas, porque decía que no le gustaba que la viera de esa forma. Cuando salió de la cárcel me llamó para que la fuera a traer. No la fui a dejar a la que era su casa, la fui a dejar con un tipo a uno de los apartamentos en donde la habían agarrado in fraganti robando.
Me agradeció el favor, pero me pidió que no la buscara. Ella iba a eliminar todas sus cuentas de internet y no me quiso dar su número de celular. Al despedirse me pidió por favor, casi rogando, que no intentara buscarla. Hay te llamo, me dijo, temblando la voz.
Ya pasó algún tiempo de eso y por supuesto, no la he buscado. A veces por las mañanas, cuando hace un día soleado pienso, no sé por qué, que ella va a llamar. Pero otras veces pienso que ya no va a llamarme y quién sabe si la vuelva a ver.