Un mes antes de comenzar el mundial de Sudáfrica me despidieron del trabajo y a los pocos días Lucía me dejó. Solo y desempleado, me preparé para ver el mundial en solitario, decidido a aplazar la depresión. Todo sería como cuando era niño: tendría todo el tiempo del mundo. Al menos eso fue lo que creí al principio.
Sin embargo la bola de que yo tenía un apartamento de soltero corrió entre mis amigos. Mi apartamento quedaba en un lugar céntrico, así que podían llegar aunque sea a ver el segundo tiempo. Para el partido inaugural, que acá fue un viernes a las ocho de la mañana, ya tenía un par de cuates autoinvitados que llegaron a la casa, aprovechando que ese día tenían turno por la tarde. Preferían llegar a mi apartamento porque en su casa tendrían a sus mujeres enojadas porque en lugar de colaborar estarían echados viendo fútbol.
Al mediodía llegaron un par de primos míos que trabajaban cerca, llevaron chicharrones y cervezas. Uruguay y Francia no dieron goles ni mucha emoción, pero la pasamos bien. Al siguiente día, sábado, llegaron los cuates del trabajo y los primos a ver a la Argentina dirigida por el Diego. Uno de los primos trajo a una su amante, lo cual, pensé, iba a traer problemas.
Sólo los partidos que eran a las cinco de la mañana no los veía, nadie llegaba tampoco, afortunadamente.
En todo el mundial tal vez un par de partidos los vi solo. Siempre había gente, familia, amigos, amigos de los amigos. Una que otra novia que estaba haciendo puntos o que de veras era futbolera. Mi primo llevaba su amante siempre y un par de veces se encerraron en mi cuarto. La comida y bebida me salían gratis, pero me tocaba limpiar cuando todos se iban. Todo el día era fútbol. Por la mañana y al medio día, los partidos, por la tarde y noche las repeticiones y los comentarios.
Todo el mundial me pasé esperando dos llamadas. Una de algún empleo, otra de Lucía. Sin embargo pasaban los días, el mundial seguía su curso y yo sólo recibía llamadas de la gente que llegaba a la casa. La saturación de fútbol ayudaba a no pensar, a no lamentarme de mi mala suerte. Tenía la esperanza de que para la final ya todo estuviera de nuevo en su lugar.
Y así fue. Para el partido de la semifinal entre Holanda y Uruguay, Lucía me llamó. Me llamó como si nada hubiese pasado, como si nunca me hubiera dejado de hablar. Le conté que mi apartamento se había convertido en un bar deportivo y que venía gente todo el tiempo. La invité a la final y aceptó.
Cuando España ganó la semifinal contra Alemania, me llamaron para ofrecerme trabajo. Fui al día siguiente y quedé contratado, y además empezaba el lunes después de la final. Todo parecía sonreír y yo pensaba que había alguna trampa por ahí, que las cosas no podrían ser tan fáciles.
La final entre España y Holanda la vi en mi casa con Lucía de vuelta, con los amigos, y ya con empleo. Y cuando Iniesta marcó el gol de la victoria y supe que terminaba el mundial, lloré como si yo hubiera sido el que estaba ganando el mundial. Había cierta nostalgia de pensar que ya no tendría fútbol, y que el lunes me esperaba algo nuevo, que no se sabía cómo vendría. No contaba yo con que Lucía se iba a quedar esa noche e iba a descubrir una tanga de la amante de mi primo entre mi ropa. Por más que le expliqué cómo había sido todo, por más que le rogué no me hizo caso y se fue a su casa. No contestaba mis llamadas de nuevo.
El trabajo por otra parte era bueno, cansado como cualquier otro, pero bueno.