Un día yo regresaba de la oficina en mi carro e iba por una avenida muy transitada cuando vi por la ventanilla a un hombre que asaltaba a una muchacha. Me encolericé y a pesar del tráfico me bajé y fui hasta donde estaba el tipo, le di una trompada, le quité la pistola y le devolví la bolsa a la muchacha. Lo hice tan rápido que el asaltante cayó al suelo y se quedó unos segundos sorprendido, como en shock. Después se levantó y salió corriendo. Yo regresé al carro y seguí mi ruta.
La sorprendida mujer apenas me sonrió; estaba temblando del susto. Se las habrá arreglado después como pudo, porque yo no me iba a quedar a asistirla, ya había hecho bastante. Aquel día regresé a casa tranquilo y satisfecho, y repasé mentalmente lo que había pasado y lo que había hecho. Pensé en que no era tan difícil hacer ese trabajo y que cada vez que hubiera algún ladronzuelo al que pudiera someter iba a entrar en acción. Sería una especie de superhéroe menor.
Sin embargo, aunque pareciera que los ladrones abundan en esta ciudad, pasaron dos semanas antes de que pudiese entrar en acción de nuevo. Caminaba al mediodía para ir a almorzar a un lugar cerca de la oficina, cuando escuché un grito y luego un tipo corriendo, con una mochila. Alguien gritó ¡ladrón! y yo fui corriendo tras él. Lo alcancé, y me barrí cual futbolista tacleador y el tipo cayó dando una voltereta muy peculiar en el aire. Le di una patada en la cara, agarré la mochila y se la dí al muchacho que había gritado. Antes revisé el contenido y le hice preguntas, para ver si él realmente era el dueño. Luego me fui a almorzar.
Se supone que después de acciones como esta los niveles de adrenalina suben un montón y debería pasar algún tiempo antes de recobrar el estado normal. No sucedía así en estos casos, y salvo la agitación por el esfuerzo físico, no habían más secuelas. Nadie en la oficina notó agitación en mi comportamiento; se enteraron al día siguiente. Un par de muchachas que nunca me habían prestado mucha atención me invitaron a almorzar.
El tercer caso en el que me desempeñé como superhéroe menor fue en un asalto a un banco. Creo que me extralimité, pero me dejé llevar por el ímpetu. Eran tres tipos. Al que apuntaba al cajero lo sometí de un codazo en la sien y afortunadamente era el único que tenía arma. Los otros dos salieron corriendo, pero los agentes de seguridad del banco los alcanzaron. Luego llegó la policía y se los llevaron. El gerente del banco me pagó el almuerzo y me ofreció abrir una cuenta, pero ya tenía una y no me interesaba otra.
A raíz de estos tres incidentes mi fama en el área cercana a la oficina creció. Nunca tuve tanta suerte con las mujeres ni tanta consideración de parte de mi jefe. El dueño de la empresa solía referirse a mí como “nuestro héroe”. La gente agregó otras aventuras que no tuve, algunos pensaban que yo había sido militar o policía o que era un agente encubierto. Otros decían que yo había sido narcotraficante entrenado por los zetas.
En un par de ocasiones más reduje a otros asaltantes, pero no recuerdo que hayan sido memorables. Lo cierto es que mi fama no dejó de crecer y no faltó quien me ofreciera pelea, aunque fuera sólo por joder. Un club de apostadores clandestino me contactó para que peleara por las noches en un parqueo privado, pero no les hice caso. Me ofrecieron un buen dinero, pero lo mío nunca fueron las peleas.
Me hablaron dos empresas de seguridad privada para asesorarlos, me citaron en la policía, me quisieron entrevistar en dos diarios, una radio y un noticiero de televisión. A todo dije que no, no porque yo sea modesto, sino porque todo eso me parecía pérdida de tiempo y no me interesaba.
Pero como todo lo que sube tiene que bajar, llegó el día en que mi exitosa carrera como superhéroe menor sufriría una debacle. Era un asalto común y corriente perpetrado por un carterista cualquiera que con cuchillo en mano y palabras soeces le pedía la bolsa a una señorita. Me acerqué e iba a hacer mi trabajo cuando me di cuenta de que era el hermano menor de un amigo y vecino mío. A ese muchacho yo lo había conocido desde que él era un niño, e incluso habíamos jugado al fútbol con él. Me quedé petrificado y él al darse cuenta quién era yo, tiró la bolsa al suelo y salió corriendo. Yo seguí entonces mi camino hacia la oficina, puesto que regresaba de almorzar. Me entristeció mucho ver al chavo haciendo eso, y después me enteré que había huido de su casa y tenía problemas de drogas.
La gente que había visto la escena esparció el rumor de que yo no me había enfrentado al ladrón y que había sufrido un ataque de pánico. Que me había acobardado, que no era el valiente héroe que todos habían conocido. El rumor fue degenerando hasta escucharse en las últimas versiones que el ladrón me había sometido e incluso me había robado a mí. Se acabó mi éxito con el sexo femenino, la estima de mi jefe y el respeto de mis compañeros. Ya no me saludaba tanta gente en la calle, ya no me buscaron más medios ni hubo más invitaciones a almorzar. Mi fama se había acabado.
La situación llegó a tal punto que tuve que darme de golpes con un compañero de oficina. No me había enterado de que me tuvieran envidia o estuvieran celosos de mi fama, así que la única manera de acabar eso era con una pelea, que por supuesto gané. Un viernes después de terminar el trabajo nos dimos unos buenos puñetazos en el parqueo del edificio. Nos suspendieron a los dos una semana sin goce de sueldo y el compañero perdedor renunció, pero no se despidió de mí con rencor ni nada, sólo insinuó que yo había tenido suerte.
Después de esa pelea la situación volvió a ser normal. Eso sí, nadie se mete conmigo. Desde entonces he evitado un asalto a un bus, derrotado a un par de carteristas e hice caer a un ladrón en moto. La gente de alrededor de la oficina parece ya no prestarme tanta atención. Sigo siendo un superhéroe menor, pero sin fama.