Tenía poco tiempo de haberme mudado al barrio cuando se pasó a vivir a la par de mi casa una mujer que alborotó al vecindario entero. Yo tenía quince años. Mis papás trabajaban todo el día, y por las tardes, al regresar del colegio, me tocaba cuidar a mi hermana de seis años. Yo vi cuando el camión de mudanzas bajaba las cosas de la vecina una tarde de abril. La primera vez que la vi estaba de espaldas y aproveché para ver el cuerpazo que tenía. Cuando se volteó vi a la mujer más hermosa que había visto en mi vida. Tenía un lindo cabello negro, liso, brillante, como comercial de shampú de la tele.
Llevaba una tele grandota, muebles grandes y un montón de ropa. Cuando me vio allí parado me pidió que le ayudara a bajar algunas cosas, me guiñó el ojo y me dijo guapo. Le ayudé a bajar los muebles de sala y comedor. Me dijo que se llamaba Clarissa. Era linda. Yo me enamoré como un idiota al instante. Al día siguiente de su traslado vi que llegaron varios carros a distinta hora, se estacionaban frente a la casa y luego de una o dos horas se iban. Cada vez que me la encontraba en la calle, la vecina me saludaba con una hermosa sonrisa que me dejaba babeando.
Después de hacer las tareas a veces me quedaba sin qué hacer. En una de tantas tardes dejé a mi hermanita viendo tele, salí al patio y de intención tiré una pelota plástica al techo para tener la excusa de subirme. Subí para ver si la vecina andaba por ahí. Hacía una tarde soleada, ella estaba en el jardín, recostada en una silla de playa con un biquini rojo como única vestimenta. Su bronceado era perfecto. Yo me olvidé de buscar la pelota y de todo el mundo que me rodeaba. No sé si se dio cuenta de que la estaba viendo, pero en eso sonó su celular y ella corrió adentro a responder. Sus pechos rebotaban y mis ojos con ellos cuando echó la carrera por el teléfono. Corrí al baño a encerrarme.
De los carros que se estacionaban frente a su casa bajaban sólo hombres, generalmente ejecutivos. Casi siempre llegaban por la tarde, aunque no era raro que llegaran por la mañana y por la noche. Yo me subía todas las tardes al techo para ver si veía algo. A veces la encontraba barriendo el patio y me saludaba siempre de buen humor. Por lo regular andaba por la casa con shorts y en sandalias. Siempre era un espectáculo verla y siempre terminaba yo encerrado en el baño.
A mi mamá le molestaba la presencia de la vecina. Una vez que me sorprendió saludándola en la calle, me prohibió dirigirle la palabra a esa mujerzuela. Fue la primera vez que escuché esa palabra, hasta me dio risa. Casi me gano una cachetada de mi mamá. Sin embargo, por las tardes yo siempre subía al techo y si ella andaba por ahí, saludaba a la bella Clarissa. Una vez que fui a la tienda con mi hermanita le compró un bombón a ella y un tortrix a mí. Se portaba buena onda conmigo.
Cuando Clarissa se paseaba por las calles del barrio no había alma masculina que no la volteara a ver. Pero a todos los tenían sentenciados sus mujeres y pocos se atrevían a saludarla, por lo menos al principio. En una sesión del comité de vecinos varias mujeres se quejaron de su presencia, pero Clarissa era de las que siempre pagaba puntual las cuotas del mantenimiento y la vigilancia, y además, los directivos del comité eran todos hombres. Los directivos, para calmar a las vecinas airadas, prometieron hablar con mi vecina, cosa que por supuesto no hicieron.
Por las tardes yo subía al techo siempre con la esperanza de una sonrisa y su saludo. No siempre tenía suerte porque salía o tenía visitas. Una de tantas tardes, sin embargo, la vi llorando mientras barría el patio. Al verme, en medio de sus lágrimas, me saludó con una sonrisa.
—¿Por qué no bajás un ratito? —me dijo, de repente.
Mi corazón empezó a latir a toda velocidad y apenas atiné a preguntarle qué le pasaba.
—Bajá y te cuento.
Yo bajé lo más rápido que pude. Muchas veces había visto por dónde me podía bajar si alguna vez se me daba la oportunidad, así que no fue difícil. Me hizo pasar a su sala y me sirvió una cocacola. Me preguntó por mi hermanita y mis papás, por el colegio. Se sentó a la par mía en el sofá. Ya entrados un poco en confianza, me contó por qué lloraba.
—Mi novio me dejó, por eso lloro —dijo suspirando—. Como te vi ahí, tan lindo como siempre, pensé en que bajaras un rato para no sentirme sola.
—Ah —dije yo, apenas con suficiente fuerza para ser escuchado.
—La gente no me quiere porque soy amable con los hombres. Pero vos no sos como la gente, sos lindo.
Se acercó a mí y me repetía sos lindo, muy lindo. Mi corazón latía a mil por hora. Me empezó a besar y a quitarme la ropa.
—Yo, yo…, no tengo condón —dije, casi sin voz, suplicando.
—No tengás pena, yo tengo, corazón.
Al volver a casa yo me sentía supermán. Me conecté a internet y empecé a chatear con el Manolo, el primer cuate que vi conectado. Le conté todo, aumentando un poco la hazaña. Ya antes les había pasado a mis cuates fotos de Clarissa tomadas con el celular y al contarle todo al Manolo, prefirió llamarme al teléfono de la casa para que le contara todos los detalles. Sos mi ídolo, me dijo, no lo puedo creer.
Durante las siguientes dos semanas, todas las tardes, sin falta, subí al techo de la casa pero no la ví. Veía los carros de siempre, el movimiento de siempre. La vi algunas veces por la calle y me saludaba como siempre, pero si intentaba acercarme, me decía ahora no, corazón. Seguí subiendo al techo, como un ritual religioso, todas las tardes, a la misma hora, mientras mi hermanita veía las caricaturas. Al fin, una tarde se asomó.
—Bajá, corazón.
Fueron el par de palabras que más me habían alegrado en toda la vida. Bajé tan rápido como pude y me puse a las órdenes.
—Me voy de aquí, corazón. Sólo quiero despedirte como se debe.
Fue muy cariñosa conmigo. Cuando me dijo que al otro día se iba del vecindario, yo lloré. Ella lloró. Me dijo que sólo quería que alguien la extrañara, que alguien la recordara si no para siempre, que por lo menos se recordara de ella de vez en cuando. Me empezó a besar y a decir que era lindo.
Al otro día llegó el camión de mudanzas. Yo le ayudé a subir los muebles y a dejar limpia la casa. Me dijo que se iba a casar con tipo viejo que tenía mucho dinero. Que un día de estos pasaría por el vecindario y me invitaría a tomar una cocacola. Me despidió con un beso en los labios y se subió a su carro. Fue la última vez que la vi. Miré al camión de mudanzas ir tras el carro de ella. Yo me quedé en la calle hasta que dejé de escuchar el ruido del motor de su carro. Me senté en la acera, cabizbajo, triste. No sentí que estaba lloviendo hasta que mi hermanita salió y me llamó para adentro.