Madre e hija se citan en un restaurante para celebrar el día de la madre con un almuerzo. Es un día nublado, gris, con amenaza de lluvia. Aura, la madre, llega a la cita en punto y le toca esperar. Gabriela, la hija, está por salir de una reunión de trabajo, que se ha alargado porque el cliente pide muchos detalles y quiere descuento. El cliente no sabe que Gabriela tiene tres meses de embarazo y que la espera para almorzar su madre, que no sabe que será abuela. Es probable que aunque lo supiera no le importe.
Aura llama insistentemente a su hija, molesta por la espera. Cuando el cliente al fin la deja ir, Gabriela la llama. Ahora es su madre la que no quiere responder. Aura es una mujer con mal carácter. Gabriela, su única hija, toda su vida la ha intentado complacer pero nada de lo que hace parece ser suficiente. Tuvo que ser madre soltera porque ella misma echó al padre de Gabriela de casa, porque un día llegó con olor a licor. Nunca lo volvió a recibir, a pesar de sus ruegos.
—Mama, ya voy con vos, tuve un cliente muy difícil.
—Siempre supe que tu trabajo es más importante. Cuando no es tu trabajo es tu marido el más importante.
—Bueno, ya voy para allá. Esperáme.
Cuando Gabriela lee en los diarios o las historias que las madres representan el amor y la abnegación, le resulta difícil asociar la idea con su madre. No es que esperara que su madre fuera extraordinaria, sólo esperaba de vez en cuando una palabra de aliento, una palmada en la espalda, un beso en la mejilla. Un comentario positivo. Pero Aura era incapaz de ver a las demás personas sin pensar en su propio interés. Le buscaba defecto a todo, a todos.
Por eso Gabriela siente miedo de decirle que tendrá un hijo. Para otras madres eso sería una gran noticia, una alegría. Pero para Aura probablemente será otra noticia más, hasta molesta, inclusive. Eso es lo que la angustia en el camino hacia el restaurante, y lo que la pone tan tensa que por poco pasa trayendo con el carro a un motorista a pocas cuadras del restaurante.
—¡Feliz día de la Madre! —dice Gabriela, sonriendo y abrazando a Aura.
—Gracias nena, pero llegás tarde. Otra vez.
—Mama, ya estoy acá, disculpe ya hombre. Sonría por lo menos hoy —dice Gabriela, intentando hacer olvidar un detalle sin importancia.
Aura le pone al día a Gabriela de todas sus quejas. Los vecinos, siempre impertinentes, siguen estacionando los carros enfrente de su casa. La vecina de enfrente ahora le voltea la cara para no saludar. Su hermana Angela, tía de Gabriela, no supera la muerte de su marido, la pendeja.
—Madre, pero a la tía se le murió el marido hace sólo dos meses.
—Pero el tipo no era la gran cosa. Mejor que se haya muerto.
Así siguió Aura detallando la vida de las personas que no le interesaban pero de las que tenía noticias. Para ninguna de ellas había ninguna palabra buena. A medida que avanzaba el almuerzo Gabriela pensaba en la manera de decirle lo del embarazo. En cómo decirle que iba a ser abuela. Lo difícil no era decírselo, lo difícil sería aceptar la reacción que ella tuviera. Seguro que le diría que apenas tenía un año de casada, que un niño es tremenda responsabilidad, que la iban a despedir del trabajo así como hacen las empresas con las embarazadas, que con la situación económica no es buena idea traer más gente al mundo. Afuera, mientras tanto, comenzaba a llover.
Y así, el tiempo avanzó hasta el postre. Madre e hija hablando de cualquier cosa, coincidiendo en pocas. Era el momento de dar la noticia, darla después, o peor aún, que su madre se enterara por otra persona, sería muy malo. Al probar el primer bocado del pastel de queso, Gabriela respiró profundo, para agarrar valor.
—Madre, estoy embarazada. De tres meses.
A la revelación siguó un momento incómodo de silencio. Después del silencio Aura apenas balbuceó una felicitación casi inaudible y no quiso hablar mucho, tal vez porque sabía que al decir algo iba a arruinar el día para su hija. Pagaron la cuenta y salieron del restaurante. Llovía. Al despedirse, antes de subirse a sus carros, Aura le dijo algo a Gabriela al oído, muy bajo, mientras la abrazaba.
—Gaby, vas a ser una gran madre.
Gabriela se subió al carro y vio cómo su madre se subía al suyo, arrancaba, y se despedía con la mano. Gabriela arrancó su carro y salió del parqueo del restaurante. En el camino, mientras en las calles caía un gran aguacero, lloró. Lloró a mares. Al llegar al parqueo del cliente que iba a atender, se calmó, se limpió la cara con un pañuelo de papel y se maquilló. Respiró profundo y entró a la oficina del cliente, dispuesta a convencerlo de que su producto era el mejor que el cliente podía comprar.
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