Nunca se me va a olvidar la noche en que el pastor dijo que el fin del mundo sería a la medianoche del 31 de diciembre del 2009. Era un viernes lluvioso de septiembre. Todos los que estábamos ahí exclamamos un ¡oh! de sorpresa y un amén de aceptación. Él dijo que eso le había sido revelado por Dios, pero que no nos preocupáramos, que el Señor tendría piedad de nosotros si hacíamos lo que él nos decía.
Yo tuve una mezcla de miedo y alegría.
Miedo a lo que se venía y alegría por ser uno de los escogidos para saber la noticia antes de tiempo. El pastor siempre había sido un hombre santo. Recuerdo que cuando yo estuve desempleado me llegó a visitar a la casa y me dejó víveres y vales para el supermercado. Nunca se me va a olvidar. Por ese gesto yo fui uno de sus más fieles seguidores.
Al final del servicio la noche del anuncio, hicimos la oración de costumbre y pese a la mala noticia nos fuimos contentos a nuestras casas. Era el fin del mundo, pero el Señor no nos abandonaría. Nunca en la vida había estado tan feliz. Al mundo le quedaban un poco más de tres meses de existencia y nosotros lo sabíamos, lo esperaríamos e iríamos al cielo. Jesucristo bajaría del Paraíso y nos iríamos con él. Nuestras penas acabarían. Me olvidaría de mi matrimonio fracasado, de la muerte de mi hijo y de mi jefe explotador. Sin embargo, el pastor nos prohibió hablar del asunto con los amigos y familiares que no perteneceran a la iglesia. Esto me entristeció porque yo quería que mi hermano y su familia, mi papá y mi tío también estuvieran enterados y se prepararan. También mi exmujer, con la que al fin y al cabo tuvimos algunos momentos felices.
El día del anuncio el pastor no dijo nada más, sólo citó al Apocalipsis, y nos dijo que si queríamos dormir esa noche en la iglesia, para estar todos juntos, que lo hiciéramos. Muchos nos quedamos, algunos fueron a traer colchones y frazadas para pasar la noche, otros, simplemente nos quedamos tratando de digerir la noticia. Era algo totalmente extraordinario e increíble. El fin del mundo, el final de los tiempos. Era muy difícil entenderlo, por eso el pastor nos pidió que sólo lo aceptáramos.
Durante toda la noche el pastor se dedicó a recibir a cada uno de los que nos quedamos en su despacho personal. Cada uno tuvo una entrevista privada, le contamos sobre nuestra vida, sobre los sueños que teníamos, sobre lo que hacíamos para vivir, sobre nuestra fe en Dios. Yo le conté que trabajaba en una oficina contable y que todas las fechas de entrega de impuestos eran siempre muy cansadas, con clientes que no entregan sus datos a tiempo, errores de último momento en los formularios y colas interminables en los bancos. Y encima, mal pagado. Le conté de cuando conocí a la Susan, y de cuando nos casamos y tuvimos al Carlitos. El Carlitos era un niño muy dulce, no sé por qué designio de Dios un día se cruzó en el camino un endemoniado que lo violó y lo asesinó. Yo lloraba mucho cuando le contaba esto al pastor. Hacía ya ocho años de aquello, pero yo siempre lloraba al contarlo. El pastor me escuchó con paciencia y sus palabras me hicieron sentir bien. La gente, cuando uno le cuenta su historia, se asusta y puede que llore, pero no llora porque sienta solidaridad, sino porque le da miedo que le pueda suceder lo mismo. El pastor no era así.
Regresé a mi casa hasta el otro día, un sábado gris. Seguía lloviendo. Dormí hasta el mediodía y descansé muy bien; no tuve esos sueños raros de siempre, en donde mi hijo pedía auxilio, o en donde me perseguía aquel toro con los ojos encendidos en rojo. Me levanté de buen humor, y al recordar lo de la noche pasada me pareció como un sueño. El fin del mundo. ¿Habrá sido verdad que el pastor dijo que el fin de año sería el fin del mundo?
El domingo, el pastor habló sobre el asunto. Habrían desastres naturales muy catastróficos, muchas muertes por huracanes, tsunamis, terremotos. Una guerra nuclear entre China y Estados Unidos. Una rara mutación de un virus de la gripe arrasaría con Europa y África. Estas y muchas cosas más pasarían antes del día final. El pastor contó, con muchas citas de la Biblia, que todo estaba ya escrito, pero sólo los escogidos podían ver lo que Dios tenía planeado. A nosotros, los que sabíamos del fin del mundo, nos esperaba la vida eterna. La gloria para siempre. Verdes praderas, la presencia divina, no más sufrimientos.
El pastor nos dijo que vendiéramos todo lo que teníamos y que colocáramos el dinero en una cuenta de la iglesia. Viviríamos como las primeras comunidades cristianas en la casa que había construido el año pasado. No nos haría falta nada. Eramos los escogidos, qué nos podía faltar. En este punto algunos abandonaron la iglesia. Se resistían al mensaje, no podían deshacerse de todo lo material. Morirían como los demás, nos dijo el pastor. Pero la mayoría nos quedamos. Familias enteras, parejas, niños huérfanos, solteros y solteras. El día que me pasé a vivir a la Casa Final, como le llamó el pastor, fue uno de los más felices que recuerdo. Todas las preocupaciones terminaban, y la seguridad de terminar en el Paraíso me provocaba una alegría enorme.
Hubo sin embargo algunas cosas que me parecieron extrañas. El pastor a veces se encerraba horas enteras por las tardes en un cuarto privado con una o dos de las mujeres de la iglesia. En ocasiones con jovencitas apenas adolescentes. Nadie decía nada, y las mujeres parecían felices al salir. Un par de hombres que protestaron por esto fueron expulsados de la Casa Final. También me pareció que algunos hermanos y hermanas de la comunidad parecían como zombies, como drogados. Creo que les daban diazepam o algo así, para ayudar a calmarles las ansias. Al menos eso me dijo uno de los hermanos que era enfermero.
Fuera de esto, no hubo mayor tensión entre los miembros. Eramos muy unidos, y cada uno cumplía su labor asignada. El pastor era estricto con la supervisión de las labores. En ocasiones le tocaba levantar la voz, pero era porque nosotros no cumplíamos. Una vez lo vi golpear a un muchacho en la cara: el joven había dicho que lo del fin del mundo le parecía una estupidez. También fue expulsado.
Así pasaron octubre y noviembre. En diciembre, el último mes del hombre en la tierra, aún no habían empezado todos los desastres, enfermedades y guerras que había predicho el pastor. Nos dijo que no desesperáramos, que todo se cumpliría. Así estaba escrito, tengan fe, decía con autoridad. Yo estaba convencido de que el mundo terminaría. Pero en un instante de debilidad, una vez que fui a traer víveres para la comunidad al mercado, hice dos llamadas. La primera, a mi exmujer. Le conté lo del fin del mundo, y se rió sonoramente. Idiota, me dijo. Pero al final me deseó suerte, y me dijo algo que tampoco olvidaré: mirá Noé, yo ya no te quiero, pero cuánto te quise, de veras. Suerte, pero deberías salirte de esa iglesia. Y colgó.
La segunda llamada se la hice a mi hermano. A él sólo quise saludarlo y preguntarle por su mujer y mis sobrinos. Todos estaban bien, la nena había estado en el cuadro de honor en el colegio; el nene jugaba futsal en un equipo y era bueno; iba a irse de viaje a España son su equipo el año que viene. Me alegré por ellos, pero no le conté nada del fin del mundo. Adiós hermano, le dije al final. Hablamos otro día, dijo él, gracias por llamar.
Esa noche soñé con el último día. Soñé que estaba en un chalet del Puerto de San José a donde iba de niño y el mar estaba bravo y una gran ola arrasaba con todo. No se cómo yo en un momento estaba viendo la playa por la ventana de la sala y al siguiente estaba debajo del agua, aguantando la respiración. Pero cuando ya no pude entonces empecé a tragar agua y a ahogarme. Me desperté gritando.
Así que estábamos en diciembre sin ninguno de los desastres previstos por el pastor. En la primera semana se fueron varios de los hermanos, con sus familias, de la Casa Final. No dijeron que se iban, sólo salieron supuestamente a terminar de arreglar lo de su casa y propiedades, o al médico, o a visitar a algún familiar a manera de despedida, y no volvían. Quedamos 24 personas incluyendo al pastor. Los primeros en mostrar su enojo en diciembre porque no pasaba nada, fueron los dos gemelos Suárez, que tenían 16 años. Un día retaron al pastor burlándose del fin del mundo.
—No ha pasado nada de lo que dijo, pastor, ¿para qué quedarse aquí? —dijo uno de los gemelos una mañana soleada.
—Hay que tener fe, hijo —respondió el pastor.
—Si pues, pero no en usted, ¿verdad? —respondió el otro gemelo riéndose.
El pastor le dió una bofetada y les ordenó salir. Ellos se fueron contentos.
A mediados de diciembre fue que llegó un telenoticiero a hacer un reportaje. Alguno de los hermanos que habían abandonado la comunidad debió avisarles. Yo los atendí y simplemente les dije que no respondería nada. Me pidieron hablar con el pastor. El pastor salió, negó todo y regresó a su oficina. Los reporteros no tuvieron más que irse. A los dos días se fueron otras dos familias y quedamos sólo 15 personas. Eran la familia López, los Tórtola y los Díaz. Buena gente todos ellos. Hubo una decisión tácita de no hablar mucho del fin del mundo. Creo que a esas alturas tampoco nosotros pensábamos que fuera a suceder.
El mundo siguió afuera como siempre, son sus problemas de toda la vida, pero sin suceder nada extraordinario. Pasó la Navidad, y llegó el 30 de diciembre. El pastor nos reunió y dijo como de costumbre que debíamos tener fe y que seríamos los únicos salvos. Que éramos los escogidos. Fue tan convincente que volvimos a creer. Aunque ahora que lo vuelvo a pensar, tal vez no fue tan convincente; sólo decía lo que queríamos oír.
La noche del 31 bastantes de los que habían se habían ido de la comunidad llegaron. La alabanza comenzó a las seis de la tarde. ¡Ya viene el Señor, alabémosle! ¡Gracias Padre por darnos la oportunidad de redimirnos! Todos respondíamos amén. Pasaron las nueve, las diez. Llegaron las once de la noche. Seguíamos alabando con más fuerza; las mujeres y los niños lloraban. Llegaron las doce de la noche.
No pasó nada.
Seguimos alabando hasta las tres de la mañana, pero no hubo fin del mundo. A esa hora se empezaron a ir a casa los primeros. Yo esperé a las seis de la mañana para irme, me fui a un motel cercano a la colonia. Tuve que somatarle la puerta al encargado. Entré a la habitación y me dormí todo el día. Por la noche sólo salí a cenar y a pedirle dinero prestado a mi hermano. Empecé a considerarme un idiota por creer que el mundo se acabaría porque lo decía un tipo que parecía ser santo. Yo realmente deseaba con toda el alma que el mundo se acabara y así olvidarme de mis cosas. Quería encontrarme con mi hijo en el Cielo y olvidarme de la infidelidad de mi mujer. Olvidarme del desprecio de mi jefe, de mi existencia tan aburrida. Deseaba ser parte de algo grande, de la historia de la humanidad. De por fin, por una sola vez en la vida, estar en el momento y el lugar adecuados.
A pesar de todo, y de que mi hermano no me recibió con mucha alegría, me emocioné al saludarlo a él y a su familia. No quise quedarme mucho tiempo, pero me sentí aliviado de intercambiar bromas y tomar cáfe con su familia. A pesar de la distancia que siempre hubo entre nosotros, éramos familia. Pensé entonces que todo había sido nada más que una oportunidad para comenzar de nuevo, buscaría un nuevo empleo; con lo poco que tenía en el banco me alcanzaba para algunos meses. Si no, miraría qué me inventaba; hasta vender baratijas en los buses era una buena opción. Por la noche llamé a mi papá, estaba bien.
Volví a la iglesia la mañana del 2 de enero de 2010. Pensaba decirle al pastor que no se preocupara, que se había equivocado, pero que debía empezar de nuevo. Dios no lo desampararía. No había nadie en la iglesia. Grité, sin respuesta. No lo encontré en la oficina. Entré a la Casa Final, caminé a su dormitorio y abrí la puerta. Vi el cuerpo inerte del pastor, colgando por el cuello de un lazo que había atado a una de las vigas del techo. Unas molestas moscas verdes lo rodeaban.
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