En la sala de espera de un consultorio médico está sentada Eva, una guapa veinteañera que anda buscando marido. Es delgada, de pelo largo y de sonrisa pícara. Está pensando en la maldición que le echó su hermana menor al casarse antes que ella, ahora quién sabe si logrará marido antes de que la belleza la abandone y la gravedad tire para abajo lo que ahora está firme y en su lugar. La secretaria del consultorio le indica que puede pasar con el doctor Anleu, un médico joven y soltero al que viene a ver por segunda vez en el mes.
El doctor la hace pasar a la clínica y se sienta serio frente a ella, escritorio de por medio. Eva le relata sus síntomas.
—Doctor, siento un dolorcito aquí a la izquierda, en el pecho. De noche no puedo dormir y me siento desesperada, como si me faltara la respiración. El dolor va y viene, pero ayer que llovió toda la tarde, lo sentí más fuerte, como si algo me oprimiera el pecho.
—Eva, la vez pasada me contó de su dolor de la cabeza. ¿Se fue el dolor de cabeza?
—Se fue doctor, con las pastillas que usted me dio ya estoy aliviada y no hay más dolor. Ahora este dolor de pecho y la angustia por las noches es lo que tiene preocupada a mi mamá y por eso vine con usted, que es tan acertado y tan profesional, por eso le tenemos confianza.
—A ver entonces, veremos que podemos hacer —dice el doctor colocándose los lentes y señalándole la camilla para auscultarla.
El doctor hace la rutina de siempre, toma la temperatura, la presión sanguínea y escucha los pulmones y el corazón de la joven mujer, que al sentir el estetoscopio en el pecho, siente acelerar su solitario corazón. El doctor Anleu al ver la reacción sonríe y respira profundo para oler el exquisito aroma de la muchacha. Revisa la garganta, los ojos y los oídos y termina la inspección e invita a la joven a sentarse frente al escritorio.
—Le daré unas pastillas relajantes, Eva. Me preocupa en serio su situación y espero que siga mis instrucciones, porque quiero descartar algunas enfermedades relativamente nuevas que leía ayer en Internet, que no es que sean peligrosas, pero hay que tener cuidado.
—Usted me asusta doctor —dice Eva llevándose la mano derecha al pecho, y haciendo un pucherito coqueto con los labios.
—Por el momento no hay de qué preocuparse —responde el doctor, intentando parecer profesional—, yo me ocuparé de su caso de manera especial. Aquí tiene mi número de celular, cuando venga el dolor y la desesperación que siente, llámeme sin pena, yo estoy para ayudarla. La semana entrante la espero aquí en el consultorio y espero verla guapa, aliviada y radiante.
Eva sonríe, y de repente ya no piensa más en la maldición, parece que no es verdad lo que dicen, toma la tarjeta del doctor y la receta, voltea a ver a su alrededor, como si olvidara algo, da las gracias, y caminando lentamente, sabiéndose observada, se acerca a la puerta y voltea.
—Muy agradecida doctor, me siento aliviada porque sé que usted logrará quitarme ese dolor y esa angustia que siento. ¡Qué sería de mí si no lo hubiera encontrado a usted! ¡Tan inteligente y acertado!
Eva sale por fin de la clínica, el doctor Anleu la mira y le hace un guiño al despedirse y dice:
—Llámeme Gabriel por favor, no me diga doctor.
El doctor cierra la puerta y se queda escuchando cómo hace el pago la joven a la secretaria. Piensa en cuántas consultas más aguantará la muchacha antes de darle el remedio definitivo, tal vez unas tres más, ahora que escasean un poco los pacientes hay que pensar también en cómo hacer el dinero.
Eva sale del consultorio y en la planta baja del edificio, hace una llamada por celular.
—Vamos bien mamá, creo que en unas tres consultas más ya lo tenemos. Todo resultó como vos dijiste.
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