Doris era de jovencita una hermosa doncella que se moría por participar en la elección de reina de su pueblo, pero sus papás nunca la dejaron. Creció, se casó con un tipo de cejas depiladas y formas amaneradas por el que estaba loca. Sus amigos solían decir que algo había fallado en su medidor de masculinidad y de ahí el error. La oportunidad de ser reina, sin embargo, le llegó cuando estaba cerca los cuarenta, en la elección de reina de la empresa donde trabajaba.
Doris tenía toda la alegría y vivacidad del oriente de Guatemala y pesar de las libras de más que le fue depositando el tiempo, seguía siendo hermosa. Como desde el principio mostró interés en el concurso de belleza, sus compañeros y compañeras la apoyaron para que participara representando al departamento de Recursos Humanos. Habían compitiendo candidatas más jóvenes, pero ninguna tenía el resplandor y la determinación de Doris.
El día del evento ella se miraba linda, aunque el maquillaje le quedó algo exagerado, el vestido en cambio le quedaba muy bien. Tras años de observar por la tele muchos concursos de belleza, Doris sabía cómo tenía que caminar, cómo debía sonreír, cómo tenía que entrar y salir del escenario y qué palabras exactas diría cuando le pidieran que dirigiera un mensaje final al público.
En la ronda de preguntas al final del concurso, le pidieron que dijera qué era «pluriculturalidad», algo que ella no sabía. Empezó entonces a hablar de A y B, esperando que se le iluminara de repente el cerebro y le atinara a la definición. Uno de sus compañeros vio que no sabía y se acercó al escenario a decirle en voz baja «muchas culturas», ella entendió y dio su mejor explicación, improvisando y hasta dando ejemplos para el caso de Guatemala. Al salir del escenario sucedió entonces lo peor: uno de los tacones de sus zapatos se zafó y ella cayó al suelo, llevándose un par de floreros. Ella se comportó digna, se levantó sin prisa, volvió a colocar los floreros en su lugar y salió del escenario como si no hubiese pasado nada, a pesar del golpazo en la rodilla que se pegó. La gente aplaudió admirada su espíritu, y salvo algunos cuantos que no pudieron contener la risa, la aprobación fue total.
El veredicto llegó y por unanimidad la eligieron reina de la empresa. Doris salió muy emocionada, siempre con su zapato sin tacón, contratiempo que no borró su radiante sonrisa. Mares de lágrimas corrían por sus mejillas cuando le dieron sus flores y su corona. En la última fila de espectadores estaba su marido de cejas depiladas, también con algunas lágrimas en las mejillas. Cuando terminó todo, juntos de la mano salieron a tomar la camioneta y en el camino ella le iba contando que al fin su sueño de joven se había realizado, que sus compañeros la habían apoyado con todo, y que al llegar a la casa tomaría una pastilla para el dolor.
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