Siempre me ha costado hacer entender a la gente que me gusta estar solo. Si algunos ya desde adolescentes buscan una mujer para casarse o juntarse, allá ellos, será porque no tienen otra cosa en qué pensar o qué hacer. Me busqué siempre empleos en los cuales ganaba poco pero trabajaba sólo mediodía. Para qué más, yo sólo necesitaba el dinero para comer, vestirme y pagar el alquiler, yo solo, nada más. Me puedo pasar leyendo o viendo tele toda la tarde, o simplemente caminando por el centro o a veces por la Antigua. Eso es todo, si tengo algún dinero de más me meto al cine o compro algún libro.
Salí de mi casa cuando tenía 18 años, y logré llegar ahora a los 40 cumplidos viviendo solito, sin nadie que chingue en casa. Mis días transcurren felices, en compañía de la tele y los libros. Tuve mis enamoradas -que no es porque no atraiga mujeres que estoy solo- pero siempre fue fácil hallarles defectos, sobre todo cuando empiezan a hablar de casamiento. Viviendo solo no hay ninguna oportunidad de que te jodan, que te dejen o que te hagan la vida imposible. Porque una cosa es cierta, como decía mi papá: «el que más te lastima es el que mejor te conoce».
El problema ahora es Laura, la muchacha treintañera que viene todos los días a casa. Ya hace un par de meses que me trae el almuerzo. A veces me hace un pie de piña, la cosa más rica. Logré que me cobrara por los almuerzos para no sentirme comprometido después. Si sólo dejara el almuerzo no sería tanto el problema, pero ella decide entrar, almorzar conmigo sin muchas palabras, lavar los trastos e irse, con ese aire desinteresado de alguien que tiene algún interés. Supongo que tampoco tendrá mucho que hacer. A veces al irse voltea a ver todo, como si hubiera dejado algo olvidado.
Debo admitir que la muchacha no es fea, y que no entiendo por qué viene conmigo porque seguro que la pasaría mejor con cualquier amiga o enamorado. Yo soy alguien más bien aburrido, de poca conversación y pocas luces intelectuales, la verdad. Quizá ella se pregunte lo mismo, y por eso hoy me preguntó si quería que viniera mañana. Yo por supuesto le dije que no se molestara, que prefería estar solo para leer un libro que recién compré. Ella dijo «bueno, entonces ya no vendré», y sin que yo pueda explicármelo, esas palabras sonaron tan duras que estuve a punto de decirle que sí viniera, que en la tarde ya tendría tiempo para el libro. Ella se fue, y el silencio en que se quedó la casa fue tan frío que tuve que tomar un té caliente. Y a pesar de que la soledad es buena compañía -como sigo creyendo- me gustaría pensar que ella va a venir pasado mañana, y el día que sigue.
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Amor