Al principio en la casa teníamos hormigas normales como toda la gente. Hormigas que de vez en cuando se aparecían para llevarse a alguna araña o cucaracha muerta, y claro, las dejábamos hacer su trabajo porque no se metían con nosotros. Poco a poco fueron haciéndose más numerosas y después ya no les bastaba con las migas de pan que a veces caían en el patio, ni con los bichos que matábamos. Se entraban a la cocina y al comedor si algo dulce se caía al suelo y nadie miraba por él. Hasta aquí no les pusimos mucha atención.
Las hormigas comenzaron a cruzar la línea cuando se empezaron a subir a la mesa del comedor para hurgar en nuestras tazas de té con residuos de azúcar, o para aprovecharse de las migas de pan y los panes dulces a medio comer. Era cuestión de tener más cuidado y de dejar todo limpio inmediatamente, porque no pasaba más de un par de horas sin que se enteraran de que habían sobras para hacer festín. Para entonces la basura que íbamos generando tenía que estar herméticamente cerrada, en bolsas de plástico anudadas porque los bichos estos armaban romería para bucear entre el desperdicio.
Poco a poco nuestras medidas se tuvieron que extremar más. Tanto, que cuando comíamos sentíamos que estábamos siendo vigilados por si dejábamos caer comida al suelo o algún plato de comida descuidado. A pesar de la insistencia de papá, a mamá no le gustaban las fumigaciones y decía que con sólo que colaboráramos más en el oficio nada iba a pasar. Con lo que no contaba mamá era que al hacernos extremadamente asépticos, las hormigas iban a cambiar de estrategia.
Las hormigas empezaron a oler cuando comíamos, y caminaban hacia nuestra comida y bebida aún antes de que las termináramos. Papá empezó a hacer un cerco de gamexán alrededor de la mesa para que pudiéramos comer tranquilos, pero las hormigas seguían jodiendo y al parecer evolucionaron hasta hacerse inmunes al gamexán y pasar la barrera que les habíamos puesto. Con una mano comíamos y con otra teníamos que estar matando a las hormigas. Me acuerdo que una vez llegué tarde de parrandear y me dormí de inmediato pero me desperté luego porque las hormigas se estaban aprovechando de mis manos mielosas con residuos de agua gaseosa.
Como ya conté, la fumigación no era opción porque mamá siempre iba a estar en sus trece, aunque nunca nos quiso decir por qué no le gustaba la idea de fumigar. Con papá pensábamos al principio que bastaba con contratar a una buena empresa fumigadora y asunto resuelto. Cuando a las hormigas ya no les bastó con acecharnos a la hora de de la comida, empezaron a comer papel, tela y lo peor, a mordernos, a pesar de que la especie que habitaba nuestra casa no era de esas que salen en la tele y que se comen todo a su paso. El cerco de gamexán también llegó hasta nuestras camas. Aguantamos un tiempo, hasta que las hormigas fueron demasiadas.
No tuvimos más alternativa que abandonar la casa porque mamá nunca quiso fumigar. Algo me dice que aunque hubiésemos fumigado, las hormigas no hubieran parado de joder. Nos venimos a una casa más pequeña y más lejana de nuestros trabajos, con los problemas de agua que no teníamos en la anterior y con un vecindario de gente algo rara, como esa señora de la tienda que tiene risa de bruja y el señor ese del predio de carros que sonríe cuando nos mira pasar, con sus cuatro dientes y sus ojos de buitre. Aunque no recordamos el tema para no pelear entre nosotros, papá siempre sigue echando el gamexán alrededor de la mesa cuando comemos.
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