El sábado a la noche Esteban fue a la vigilia de la iglesia evangélica de su colonia. Se llevó al Pancho, su hijo de nueve años, quien no iba de muy buena gana que digamos. Panchito se durmió en la banca a eso de las diez de la noche, y Esteban —que había tenido un día agotador de trabajo y luchaba por no dormirse también— lo tapó con su chumpa de lona. Cuando terminó la ceremonia, al filo de la medianoche, Esteban se despidió de los feligreses y del pastor, y cayéndose del sueño se fue para su casa, buscó rápidamente su cama y se durmió al instante. Pero Panchito no iba con él.
Una hora después de que la iglesia se cerrara, Panchito despertó. Vio todo oscuro y sintió miedo, pero decidió ser valiente y no empezar a gritar porque podría asustar al pastor, que vive a la par de la iglesia. Y porque si su papá lo encontraba llorando le iba a pegar. Se desperezó y empezó a buscar la salida, tropezándose con las bancas.
—Hay alguien en la iglesia —le dijo su mujer al pastor Abraham.
El pastor le respondió que no hiciera caso, que lo dejara dormir. Pero Panchito en una de esas botó al suelo un florero y se escuchó nítidamente en el dormitorio de la pareja, poniendo en alerta al pastor.
—Debe ser un ladrón, voy a ver —dijo el pastor a su mujer, con el bate de béisbol de su hijo empuñado—. Que sea lo que Dios quiera.
El pastor fue hasta la puerta de la iglesia y pegó su oreja a la puerta. Escuchó cómo alguien desesperadamente quería forzar la puerta donde guarda las ofrendas. Temiendo lo peor, puesto que los ladrones no se tocan el corazón para disparar incluso a hombres de Dios, volvió a su casa y llamó a un par de feligreses de la iglesia que vivían cerca.
Mientras tanto, Panchito quería abrir todas las puertas que se le ponían por delante, y estaba a punto de llorar, pero se acordaba que su papá le había dicho que sólo las mujeres y los huecos lloran. Y él era hombrecito. Se sentó en una banca, derrotado, y pensó que de repente le tocaba quedarse el resto de la noche en la iglesia, así que empezó a orar: “Diosito, te pido que mi papá no se enoje ni me pegue por quedarme dormido aquí. Yo no quise dormirme pero se me cerraban los ojos y ya no pude aguantarme”. Luego se paró para buscar agua porque tenía sed.
A los cinco minutos llegaron los fieles con el pastor y al acercarse a la puerta, escucharon pasos adentro de la iglesia.
—¿No será que es un mal espíritu, hermano? —le dijo uno de los fieles al pastor.
—Por supuesto que no, cómo van a pensar eso. Es un ladrón que le quiere robar al Señor las ofrendas y no debemos permitírselo.
Panchito escuchó las voces, se acercó a la puerta y empezó a golpearla, desesperadamente.
—¡Se los dije, es un mal espíritu! ¡Está desesperado porque está en la casa de Dios! —exclamó convencido el feligrés.
—¡No! ¡Soy Pancho, me quedé encerrado!
El pastor abrió al fin la puerta de la iglesia y salió Panchito con sus grandes ojos llorosos. Llamaron a Esteban y éste vino corriendo. Se mostró avergonzado por no haberse dado cuenta del olvido, pidió disculpas, agradeció al pastor y a los hermanos la atención y se fue con Panchito a su casa.
El pastor se quedó observándolos y escuchó claramente cuando Esteban, antes de doblar por la esquina, dándole un sopapo a su hijo, decía:
—¡Y nada de estar chillando! ¡Patojo hueco!
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Terror