Ayer por la tarde se jugó la final de Champions League. Liverpool se enfrentó al Milan, pero como no soy simpatizante de ninguno de los dos equipos no me interesé mucho en el juego. Sucedió que me enteré en la calle cuando iba a una diligencia de trabajo por medio del radio de un chiclero de la parada de autobús, que iban a tiempo extra después de empatar tres a tres. En el camino de regreso a la oficina, después de la diligencia de trabajo, me puse a ver los últimos penales de la contienda desde afuera de una librería en donde tenían una tele con el partido y donde a su alrededor también habían otros cuates que deberían estar trabajando. No me importaba quién ganara, yo le iba al ganador. Y entonces ganó el Liverpool la tierra de Los Beatles, pensé, y vi de nuevo esa efuria de campeón de los futbolistas al concluir el partido, vi cómo corren desaforadamente a abrazarse, felices y realizados por su éxito; y cómo en los graderíos también su gente celebra con locura. Entonces me regresé a la oficina silbando, sin hacerme preguntas tontuelas de por qué me sentía contento de que ganara el Liverpool.
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Fútbol