En junio del 2004 me bajé de la camioneta (así le llamamos a los buses en Guatemala) y me subí al carro. Había pasado casi seis meses molestando a un mi cuate vendedor preguntándole sobre las opciones más baratas del mercado. Cuando ya tuve dinero para el enganche, lo llamé y le dije que ya estaba listo. Después de tres o cuatro días de trámites, llegó el día de ir a traerlo a la agencia.
Como yo no había tenido carro (más que dos intentos que hice comprando carcachas que al final no sirvieron) no me sentía muy seguro para manejar. Pero de eso me di cuenta hasta el día que lo fui a traer. Iba camino a la agencia y empecé a tener miedo de irme a hacer mierda con el carro nuevo. Sí sí, me repetía, meto el closh para cambiar de velocidad, la primera siempre se pone para salir del reposo, el carro es el que te pide que cambiés de velocidad, procurá no ir muy rápido. Es así como en los juegos de video, sólo que de verdad.
Mi cuate vendedor notó que estaba ahuevado y me preguntó si sabía manejar. Sí claro, le dije, con falsa tranquilidad. Le tuve que pedir que me lo encaminara un poco para salir del estacionamiento. Lo arranqué, aceleré poco a poco pero el bendito carro no caminó. No sirve esta cosa, pensé. Tenés que quitar el freno de mano, me explicó mi cuate. Y así, dando tumbos avancé 50 metros y se apagó la babosada esa. Freno de mano, closh y acelerador, no tengo que tener miedo, me dije. Me empecé a arrepentir de mi compra, si yo estaba tan bien viajando en camioneta, para qué me meto en cosas. Todo por no pagar unas clasecitas de manejo. No, el José Joaquín siempre tiene que parecer machito. Y ahora, bien pisado con carro nuevo.
Total, que aunque se me apagó otras cinco veces la babosada esa, logré llegar invicto al parqueo de la oficina. Del estacionado mejor ni hablemos.
Después venía lo peor: el regreso a la casa. Me imagino que los demás conductores se reían de que con carro del año, yo iba con cara de ahuevado a 50 kilómetros por hora por el periférico, haciendo lento el tráfico de mi carril. Vos sólo fijáte en el camino, y cuidá al de enfrente, no te preocupés por los de atrás, me repetía para tranquilizarme. En el trayecto se me apagó otras cinco veces la babosada, a causa de los impertinentes semáforos que pusieron a cada rato para hacerme la vida imposible. Por fin, después de casi chocar con un BMW, llegué a salvo a casa. Ahora faltaba entrarlo.
Abrí las puertas lo más que dieron y traté de entrarlo, pero no atinaba cómo hacerlo. Me pasé quince minutos tratando de acomodarlo, y nada, no le agarraba la onda. Mientras tanto, las muchachas de enfrente de ambos lados de la casa (mi casa es de esquina) se empezaron a asomar a sus balcones para ver el triste espectáculo. Yo ya estaba sudando frío, y ahora encima tenía público. Luego se sumaron varios vecinos más a los espectadores. Una vez que logré una buena posición según yo, me decidí a entrarlo. Miré fijamente a la puerta, me concentré, volteé a ver al público que me apoyaba (no les podía fallar, sobre todo a la del culito rico que de los nervios se mordía el labio inferior), arranqué el carro, quité el freno de mano y fui avanzando lentamente. Todo indicaba que lo iba a lograr, así que avancé con decisión, hasta que la puerta derecha topó en el portón y le di su primer beso al maldito Yaris. Un suspiro de derrota se escuchó entre el público, más o menos como el que se escucha en el estadio cuando un jugador falla un penal. Ya la jodiste vos José, me dije. Tanto esfuerzo para cagarla de todos modos, has decepcionado a tus fans, te merecés la hoguera.
Al ver mi derrota, se asomó una señora samaritana que estaba entre el público y me dijo para dónde dar el giro y cómo acomodar el carro. Con sus instrucciones logré entrarlo, después de media hora de intentos fallidos, la vergüenza pública y el beso en la puerta derecha. Hasta la fecha le estoy agradecido.
Al día siguiente, y por tres semanas más, volví a sufrir de nuevo el mismo calvario.
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