El indolente


Iba cruzando la plaza central de la Ciudad de Guatemala cuando vi al niñito de unos tres años corriendo atrás de las palomas que suelen visitar la plaza. Se divertía a carcajadas viendo cómo le huían. De repente, una de las palomas que ahuyentaba el güiro voló de regreso en contra de la vía de sus compañeras, y fue a picotear en la cabeza al niño, que asustado, respondió llorando.

Luego vino otra paloma envalentonada por el ejemplo de su compañera y también picoteó al niño. Al rato ya eran cuatro animales picoteando al infante, cual aves de rapiña. El patojo cayó al suelo derrotado por las aves enfurecidas, que después de unos segundos ya sumaban la docena. Alrededor del espectáculo nos formamos varios transeúntes curiosos, inmóviles y estupefactos. Las palomas lo hirieron por todos lados, y fueron llegando más, en la misma proporción que crecía el número de curiosos que veíamos el linchamiento palomar hacia el niño. Cuando dejó de respirar, las palomas desaparecieron.

Unos limpiabotas se acercaron para comprobar la muerte. Cerraron los ojos del niño y anunciaron que estaba muerto. Las mujeres se pusieron a llorar, los hombres miraban al suelo con los brazos cruzados. La policía y los bomberos fueron avisados y con ellos vinieron los reporteros, esa gente que se codea una con otra para estar más cerca o tomar la mejor fotografía. A uno de ellos le respondí que había llegado ya cuando había terminado el ataque de las palomas, que no sabía nada.

José Joaquín

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