La primera y última vez que fui a ver una película pornográfica al cine, esperaba encontrarme con espectáculo tanto en la pantalla como en el público: me imaginaba que abundaban las parejas que iban saciar su apetito carnal por el placer de hacerlo en público. Eran los últimos tiempos de los cines del comercial Montserrat, que con esas funciones estaban dando los últimos estertores de vida. Contrario a lo que manda la ley, la función empezaba a las 7 de la noche y yo dispuse llegar a las 7:15, no fuera ser que me encontrara con gente que veía en la misa de los domingos. Pagué mi boleto y entré.
Lo más común es que en los cines uno entre por atrás de los asientos, pero en esta sala la cosa era al revés y uno tenía que pasar enfrente de todo el mundo para buscar su lugar. Entré lo más rápido posible, y me encontré con un tres chavos que se quedaban viendo desde el pasillo, porque no se atrevían a entrar y pasar enfrente de todos. Después de que pasa la ceguera inicial, uno empieza a ver a su alrededor cuando no hay acción en la pantalla. Por más que busqué no encontré a ninguna pareja que diera espectáculo, pero sí dos chavas que decían ay qué chish cuando había sexo oral. Las muchachas habían sido inducidas al pecado por un sonriente cuate con gorra de los rojos y uniforme de Paiz.
—Mirá, mirá hombre, para eso vinistes le dice el chavo calientón a una de las mujeres.
—No —dice la muchacha tapándose los ojos—, ¡qué asco!
¡Qué cochina! dice la otra ¡y se lo está tragando!
Y aunque ponían sus caritas de asco, se vieron la película hasta el final, ante los reojos lujuriosos que a cada tanto les lanzaba el pervertidor suertudo.
Lo más común es que en los cines uno entre por atrás de los asientos, pero en esta sala la cosa era al revés y uno tenía que pasar enfrente de todo el mundo para buscar su lugar. Entré lo más rápido posible, y me encontré con un tres chavos que se quedaban viendo desde el pasillo, porque no se atrevían a entrar y pasar enfrente de todos. Después de que pasa la ceguera inicial, uno empieza a ver a su alrededor cuando no hay acción en la pantalla. Por más que busqué no encontré a ninguna pareja que diera espectáculo, pero sí dos chavas que decían ay qué chish cuando había sexo oral. Las muchachas habían sido inducidas al pecado por un sonriente cuate con gorra de los rojos y uniforme de Paiz.
—Mirá, mirá hombre, para eso vinistes le dice el chavo calientón a una de las mujeres.
—No —dice la muchacha tapándose los ojos—, ¡qué asco!
¡Qué cochina! dice la otra ¡y se lo está tragando!
Y aunque ponían sus caritas de asco, se vieron la película hasta el final, ante los reojos lujuriosos que a cada tanto les lanzaba el pervertidor suertudo.
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